Se dice que, cuando estrenó La muralla verde de Armando Robles Godoy en el festival de Chicago de 1970, fue tal la ovación del público que el director peruano quedó en lágrimas. Eventualmente la película obtuvo premios importantes y fue incluida en rankings internacionales de las mejores películas del año. Es un enigma – o una negligencia, quizás – que una película así terminó estando disponible casi únicamente en una copia mala en YouTube. Por suerte, el año pasado se estrenó una versión restaurada, que se proyectará en la sala Armando Robles Godoy como parte del “Ciclo de cine del bicentenario” este julio.

Vale la pena resaltar que la película fue capaz de conmover por largo tiempo a personas que solo la vimos en una copia de pésima calidad. Se debate mucho la importancia de cómo se ve una película, pero La muralla verde pudo transmitir su energía a pesar de todo. Viéndola de nuevo, me preguntaba qué hizo que fuera capaz de remontarse a esa desventaja a la que fue destinada por tanto tiempo.

La respuesta definitivamente tiene algo que ver con lo rítmica que es. Cinematografía, sonido, e incluso narrativa, funcionan al servicio del ritmo, que Robles Godoy maneja como el líder de una banda de jazz. La importancia de la música para el cineasta se puede ver en múltiples guiños, incluidos algunos tan lúdicos como darle a un toro el nombre de Mendelssohn, el compositor alemán.

La muralla verde

Las películas de Armando Robles Godoy compitieron en los festivales mas importantes del mundo.

En La muralla verde, Mario, un hombre joven limeño decide mudarse junto a su esposa Delba a la selva de Tingo María, donde se impulsan iniciativas de colonización. La película está narrada en dos tiempos, que se intercalan a través de una edición ágil. El presente consiste en un solo día en el que Mario debe ir de su casa en la profundidad del monte al pueblo a resolver una disputa limítrofe de su terreno, dejando atrás a su esposa e hijo, a quien eventualmente le muerde una serpiente.

Durante este día largo y fatídico, nos remontamos a la historia de cómo llegaron allí desde Lima. Aunque oblicuamente, esta sección es un gran retrato de Lima. Presenta el peso del legado familiar en planos cerrados y casi agobiantes de los padres de Delba, y unos álbumes de fotos retratan un pasado feliz pero algo impostado. Luego el claqueteo de pasos recorriendo pasillos de edificios del estado en largas secuencias zigzagueantes nos evoca lo kafkiano de la burocracia.

El conflicto en ambos tiempos gira en torno a lo mismo: la inocencia. Mario y su esposa deciden mudarse a la selva, impulsados por la pasión que los une – que se retrata en finísimas y poéticas escenas eróticas. El sueño que tienen, sin embargo, será mellado y frustrado por la realidad fría e impersonal de los edificios burocráticos que Mario deberá recorrer para hacerlo realidad. El hijo, por su parte, deberá ver la cruel realidad de la naturaleza, comenzando por la escena hacia el inicio de la película cuando ve a sus padres haciendo el amor. Esto parece casi un irónico presagio de la culebra que luego le quitará la vida.

Pero la película no claudica ante el impulso por ser cínica. Si bien hay una lenta y constante progresión desde la inocencia a la discordia, la inocencia nunca pierde del todo el latido. Es justamente un ritmo que perdura en la película en la forma de una campana que el niño Rómulo pasa su último día de vida construyendo. Robles Godoy hilvana en esta película jazz con música clásica y una guitarra folclórica, pero en la secuencia final nos asienta en el ritmo ameno y travieso de la infancia.

 

Antonio Pinto

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