En esta edición de «El arte de ser peruano», Josefina Barrón se adentra en el universo creativo de la escultora holandesa Lika Mutal, quien falleció el 7 de noviembre del 2016. Gam Klutier, su esposo, la recuerda en esta nota.
Por Josefina Barrón
Puedo imaginar a Lika Mutal barriendo el desierto con sus ojos, separando en dos la grava, haciéndose del cascajo en busca de su piedra filosofal. Puedo verla inmersa en el paisaje, en esos menesteres arduos y apacibles, tan portentosos como querer salvar al mundo del mal que lo aqueja. Puedo incluso saberla leyendo un poema de Watanabe al monolito que debió inclinarse a escucharla susurrar, dejarle a la Madre Tierra ofrendas, chorros de licor y pagos de hojas de coca y golosinas antes de arrancar para sí la piedra anhelada.
Supe de sus caminatas debajo del caprichoso sol yunga y a la vera de un manantial del altiplano, debajo del cóndor y en pampas de ichu, en la cantera andina de granito negro, ¡qué espeso y difícil fue domeñar ese granito negro!, y en esas otras canteras de piedras tan distintas entre sí como son nuestros pisos ecológicos, etnias y telones de fondo. Pero su historia no comenzó siendo la de una escultora que engarza una piedra en otra, que comprende sus rugosidades, que reivindica sus formas y en esos colosos encuentra a dioses, ánimas, hombres y, sobre todo, a sí misma.
La de Lika fue una vida de actriz en Holanda, sobre las tablas de un teatro, y, cuando tuvo que mudarse a Colombia, se quedó sin lengua; el castellano era aún ajeno y difícil para ella. Así que hizo títeres y calló mientras ellos hablaban. Supo lo que era estarse en silencio y, a la vez, desarrollar la elocuencia. Cada vez más quiso hacer de sus propios títeres formas abstractas. Seguro proyectaría sus sombras en la pared. Estaba esculpiendo un destino. El suyo.
Cuando se vino para el Perú, a finales de los años sesenta, Lika entró a la Escuela de Arte de la Universidad Católica. Allí conoció a Anna Maccagno, tremenda profesora, amiga, artista y mujer que marcó a generaciones de creadores, pues supo siempre identificar cuál era el talento y la fortaleza de cada uno de ellos para enrumbarlos. La Católica fue realmente escuela; la hizo experimentar con todo tipo de herramientas y soportes; con el dibujo, con la pintura y, por supuesto, con la escultura en distintos materiales. La piedra no sería lo que más la atrajese; su dureza suponía un reto abrumador que no estaba dispuesta a enfrentar. Pero uno no siempre se enamora a primera vista. O no sabe que ya se ha enamorado.
Don Juan llegó a ella a través de Anna. Era portador de un mundo inexplorado por Lika. Don Juan era un hábil tallador y, más que eso, un maestro. Lika empezó por liberar a la piedra de su naturaleza inmóvil forjando una serie de trabajos a los que bautizaría como quipus. Trabajaría con travertino, formando anillos y lenguas, engarces que evocaban culturas antiguas. Móviles y plásticas, las piedras fueron lo que Lika quiso de ellas. Pero Don Juan la llevó a las canteras de granito negro, “el reto final para cualquier tallado de piedra”, según él mismo aseguraba, y el universo de Lika nuevamente dio un vuelco.
Ella manifiesta que esas enormes piedras lucían más como emisarios de la naturaleza. Sintió el magnetismo. No fueron palabras. Observaba, antes que nada, que las texturas de esas piedras se desarrollaban según su orientación geofísica; las que estaban expuestas hacia el sur se llenarían de musgo; las que estaban expuestas hacia el norte, se oxidarían. Fue el inicio de un diálogo, de un encuentro, de una revelación. Y se aferraría a las piedras apasionadamente, tanto que Gam Klutier, su pareja y también artista, me confesó entre risas y en inglés cuando hablábamos de ese crucial momento en la vida de Lika: “She was lost”. Ella estaba perdida. Acaso se había hallado en la materia inerte. Acaso había ingresado en su intimidad al hacerlo a la del alma recóndita de la piedra, cercada por la inexorable corteza del tiempo.
De esas sensaciones ella escribiría: “Espacio: tendemos a pensar en él como un vacío inmenso, también como el espacio entre las estrellas, pero, en términos subatómicos, bulle de actividad. En la física cuántica se le llama El Campo Punto Cero. Caminé por el Campo Punto Cero, en el desierto de la costa peruana, como a las tres de la tarde. Tayta Inti –el sol– ardía terriblemente, pero Wayra –el viento– sopló con una fuerza mitigadora que trajo una fresca brisa. En este gran escenario cuántico, pétreo y humano vi la piedra. Una energía tremendamente condensada hizo latir más rápido mi corazón. Sí, ahí estaba, más grande de lo que recordaba, ¡pero qué hermosura! Casa de viento y agua, arena, calor ardiente, lava fluyendo y luego enfriándose, quebrándose, mientras creaba, en un lado, un paisaje hermoso que observaba y aplaudía los primeros rayos de Tayta Inti, 356 por seis mil millones de veces. Rápidamente calculé los tiempos. Nada joven, ¡por dios!, ¡pero qué amplitud!, ¡qué ser!”.
A veces siento que somos nosotros los que creamos a Dios; que dotamos de alma a la cosa inerte para encontrarle un renovado sentido a la vida; que, al sabernos breves, relativos, diminutos ante ese universo enajenado al que llamamos ‘tiempo’, lo concreto nos ayuda a sostener nuestras existencias. Allí la piedra, el megalito que yace antes de todo. Es tan perfectamente caprichoso el color y la forma de cada una de ellas, que atesoran fórmulas de la creación.
Dicen que las piedras irradian energía, que conectan a la tierra con el cielo, que tienen alma, como la tienen los árboles milenarios, las montañas, las nieves eternas y los ríos. Nada de eso se sabe hasta que uno palpa uno de esos colosos. Allí la cosa cambia y Dios, el que se escribe con mayúscula, el que con minúscula basta para sanar, existe. La piedra guarda celosamente ese ser divino en su piel rugosa.
No todos estamos capacitados para sentir revelaciones místicas cuando tocamos un trozo de materia inerte. Lika sí tenía esa capacidad. Era un ser sumamente espiritual, un alma pura. Se sabía conectar a la naturaleza, dejar de lado el oficio y el bullicio; meditaba y, al hacerlo, ingresaba a otros niveles de conciencia. Callaba para escuchar a la piedra, se estaba en silencio para oír lo que ella tenía que decirle. Y la piedra parece que le habló mucho. Le dijo cosas, algunas terribles. Se echó a llorar la piedra, sostuvo en su regazo a sus hijos, hizo lo que hace una madre: abrazar a los suyos, sentir dolor al verlos sufrir, regocijarse al verlos vivir en armonía. Lika fue la herramienta, la portavoz de la piedra.
No se le comprendió cuando hizo “El Ojo que Llora”. Su denodado esfuerzo fue politizado, como pasa a menudo con las buenas intenciones en el país. Si algunas de las miles de piedras en las que debía Lika escribir los nombres de las víctimas del terrorismo no necesariamente lo eran, pues entonces a acusarla de apología al terrorismo, a ultrajar la piedra, a desmoralizar a quien quiere hacer solamente el bien. Pero “El Ojo Que Llora” sigue llorando en medio del polvoriento verdor de ese parque y al lado de la gris avenida limeña. Lika decía que era la Pachamama la que lloraba al ver a sus hijos sufrir. De uno u otro modo, todos sus hijos sufrieron, terroristas y víctimas del terrorismo. Nadie gana en la guerra. Y Lika, Lika también sufrió. Y sufrimos los peruanos que vemos rebrotar el terrorismo en nuestras narices. El Ojo sigue y seguirá llorando.
No hablaré de cuáles son necesariamente sus piezas, si tienen tal o cuál nombre. Eso lo encuentra uno en internet. He preferido profundizar en la aventura que hizo de Lika una persona que escuchaba a la naturaleza, o que se abría de tal forma a ella que dejaba entrar el alma de la naturaleza en ella. Sí puedo decir que pasó de hacer títeres a hacer quipus, de hacer quipus a intervenir cada vez menos la piedra y, al final de su viaje en esta vida, a dejar las piedras en su lugar de origen, como quien asume su sacralidad. Eran huacas. Ella lo sabía. Había finalizado su aventura. Seguramente se fue en Paz. “La fuerza está ahí, sin juzgar, sosteniéndolo todo con un amor incondicional”, anotaba a mano alzada.
Gam dijo algo que seguramente Lika pensaba también: “Sentimos tanta armonía aquí. La tierra nos alimenta desde abajo y la expansión de luz nos alimenta desde arriba”. Lika añadió a esto lo siguiente: “La meditación nos guía hacia nuestro yo interior, ofreciéndonos un punto de apoyo que nos lleva hacia un sentido de permanencia en todo. Minor White dice: ‘Quédate quieto contigo mismo hasta que el objeto de tu atención confirme tu presencia’. Son momentos que nos llenan de asombro”.
La conciencia de ello
Lika trabajó para honrar y comprender la energía de las grandes piedras que tienen millones de años, que encarnan el legado espiritual del Perú. De los maestros andinos, aprendió que debe pedirse permiso a la Pachamama, Madre Tierra, para llevarse una piedra de los lugares solitarios donde residen. Al final de su viaje ni siquiera movía las piedras. Ellas se quedaban en el lugar donde habían aparecido, colosales y voluminosas, recordándonos el portento de la naturaleza, el tiempo como hacedor de formas, como el escultor padre, como al que debemos reverenciar, ante el cual somos pequeños.
Ya no quería trabajar la piedra. Quería tenerla como la piedra era. Las cubriría de telas para reconocer sus formas, para calcar sus rugosidades, para mapear sus caprichosas morfologías e impromptus. Y escribió Lika: “Impresionante, sí, y la conciencia de ello me hizo caer de rodillas. ¿Mi conciencia u omniconciencia, la conciencia de la Madre Tierra? De mi bolsa saqué los ingredientes para una petición humilde. Algunas flores, hojas de coca, semillas, golosinas. ¿Me permitirán estar aquí, poder echar un vistazo a esta piedra? ‘¿Te gustaría llevártela?’, me pregunté a mí misma. ‘Imposible’, me respondí. ‘No hay herramientas’… ¿Y qué de la resistencia del desierto? ‘Sería demasiado bueno’, intenté de nuevo… ‘No seas ambiciosa, solo pide quedarte un ratito. Disfruta la belleza, el viento, la visión, la fuerza, la vida’”.