Carlín abre la puerta. Han sido cinco pisos, a pie y respirando en cada descanso, con algo del aroma de los geranios que adornan las escaleras. Ha caído la noche y el barullo de la calle dejó de sentirse. Su estudio es pequeño, sencillo, apacible. Pero apenas uno acomete los álbumes enormes que esperan sobre su escritorio, todo cambia. En ellos se conserva la memoria de ese mundo al revés que es la política peruana durante los últimos cincuenta años, sus vaivenes cotidianos, sus matices y contrastes, la corrupción que se sucede, eslabón tras eslabón, hasta forjar esta cadena que seguimos arrastrando. En esos discursos visuales y verbales, Carlín condensa aquellos temas que dan cuenta de la vida cotidiana del Perú.
Por Josefina Barrón
Doce cuadras camina Carlín para ir desde su casa hasta su estudio. Tiempo en que desfilarán los más folclóricos personajes e inimaginables eventos de nuestra política por su mente. Como en uno de esos culebrones que mantienen a uno en vilo, algo, una torpeza, una viveza, alguno de nuestros dignos representantes ha conquistado su atención, su libido, su espíritu creativo. ¡Hay tanta carne…! ¡Tanto material para la caricatura….! Camina, imagina… No, no imagina, no hace falta imaginar, la realidad es regalona con él, solo escoge alguna de las noticias que sacuden el ambiente nacional, se detiene en la esquina, afila el lápiz mental, cruza por las líneas peatonales, alguien lo reconoce, “¡hey, Carlín!”, esboza una enorme sonrisa en su rostro y en su imaginación arranca a bocetear esa desmesurada nariz que tiene ese bendito congresista… Dibuja una quijada filuda en el aire, un terno oscuro, un billete de dólar en la mano; mejor, un fajo… Ríe pero no ríe, no es gracioso aunque debamos conservar el sentido del humor. Llega a su estudio. Sube las escaleras, no puede dejar de pensar en esa escandalosa noticia, los geranios sueltan su aroma, la calle queda atrás, adelante solo la jungla entre cuatro paredes, ¡caray, el drama al que hay que darle la vuelta…! Vaya trabajo creativo que debe entregar al diario diariamente, y valga la redundancia.
Debe terminar temprano para recibirme. Prepararse. Sacar los álbumes, los de “Monos y monadas”, los de “La República”, su trabajo como diseñador… Ah, no puede olvidarse de las historietas que hizo con Pepe Watanabe. Ya pasaron diez años de la muerte de su entrañable amigo y colega. Cuántos recuerdos.
Líneas de expresión
Las cuatro horas de trabajo pasaron volando. Llegamos. Me ofrece una silla. Abre un álbum. Aparece sobre el papel, que debe aguantarlo todo, un Alan García que no vivía aún detrás de su prominente panza pero ya era el protagonista de la impúdica hiperinflación que fue nuestro pan de cada día. Carlín ha caricaturizado a Alan desde que era un joven delgado e impetuoso. A Kenji desde que no tenía una sola pata de gallo. A Popy cuando aún alguien le prestaba atención, a él o a la escoba con que volaban sus ambiciones políticas. Ahora la inmundicia no se barre; brilla por su presencia. Y es que nadie sabe por dónde empezar.
Carlín se ha metido con tantas y tantos personajes del imaginario nacional que no quiere decirme exactamente por dónde camina esas doce cuadras para ir a su estudio; cuál es la ruta que toma desde su casa. Algún troll podría ir tras él; interceptarlo. Sonríe. La gente lo quiere y lo saluda. Nadie se ha escapado, desde que comenzó en “Monos y monadas”; ministros, empresarios, dictadores y caudillos, presidentes, partidarios, presidiarios, congresistas, líderes, aspirantes a líderes, voceros e inclasificables repletan su poderoso imaginario.
Desde el humor, desde su propia manera de vivir a la izquierda, desde su comentario crítico, desde su sorna, Carlín representa un papel muy serio en la sociedad. Se despacha con todo; su sorna toma forma. Su frustración es polvo de estrellas. Su dolor deviene en humor. Se trata de tragedias que nos afectan y algo hay que hacer a partir de ellas. Allí se produce la catarsis, la de él, y la de los peruanos que día a día lo siguen al abrir “La República”, donde está hace más de diez años.
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