Cristina Planas es como el gallinazo que ha reivindicado en su obra. Vigila. Entre las cuatro paredes de su taller, sobrevuela, otea y se lanza sobre la carroña. En ese recinto silencioso, embargada por el proceso creativo, vuelve materia nuestra conciencia colectiva. Como el bondadoso buitre de Lima, agazapada detrás de su mandil, ella alimenta su obra de lo que amenaza con podrirse y podrir. Como el gallinazo que aún domina los aires densos de nuestra realidad, Cristina despliega las alas y, en ellas, la nobleza.
Por Josefina Barrón/Foto de Camila Rodrigo
Yo no las llamaría esculturas, sino manifiestos. No diría que hay miedo detrás de ellas, sino delante, en el público que observa inquieto, que se siente incómodo, que se sabe parte de esa historia que aún duele y quema, que no decide si atravesar la delgada línea que separa la verdad de su zona de confort. Ella insiste en que es el miedo lo que la mueve a expresar en la escultura todos esos fortísimos simbolismos que configuran su imaginario (y el nuestro). Pero más que el miedo, pienso que es el dolor de lo vivido. Y por supuesto, como ocurre en el proceso creativo, la inminente necesidad de plasmar para enfrentar; darle forma para saber cuál es el rostro de aquello que la perturba y aplasta. Solo así encuentra la manera de superarlo.
Uno de los postulados de Planas es que el arte debe cumplir una función social y, por tanto, incomodar al espectador para generar una reacción y posterior reflexión. Como consecuencia, muchas de sus obras han desatado debates, discusiones, censuras y vetos en diversos sectores de la sociedad peruana.
–Noooo, no puedo, él me acompaña siempre en el comedor de mi casa. No hay manera de que me desprenda de Abimael.
Esa fue su respuesta cuando le pregunté si me vendería la escultura inspirada en el Abimael Guzmán que hizo en los años noventa. Se trata de un personaje con las extremidades pegadas al cuerpo, envuelto en el famoso traje de rayas con que lo vistieron cuando lo arrestaron; luce como los t’anta wawa, esos panes bebés andinos que se preparan, ofrendan y comen durante el Día de los Muertos y el Día de Todos los Santos, panes que son previamente bautizados en un acto litúrgico que recoge el sincretismo religioso de nuestros pueblos.
Bautizó su obra como “La Wawa”. Hizo girar a Abimael sobre su propio eje al ritmo de “Zorba El Griego”, melodía que nunca más pudimos escuchar quienes vivimos el terror de esos años sin asociarla al ‘Presidente Gonzalo’, al conflicto armado que devastó el país, al lado oscuro del ser humano, a la violencia e injusticia social.
Cristina presentó en una galería de arte a “La Wawa”, castigado en un rincón. Por supuesto, no esperaba lo que pasó. Pocos sabían cómo reaccionar. En algún momento, hasta fue tomada como una apología a Abimael. Fue censurada y vilipendiada por algunos, quienes, simplemente, no comprendieron, o no quisieron hacer el ejercicio de decodificar el mensaje. Pero así es el arte: tiene un extraordinario poder para sacudir, para despertar del marasmo; concientiza, propone, refleja, y nos hace recordar. Porque un pueblo que no conoce su historia, está condenado a repetirla, como dice aquella célebre frase.
Un pueblo de santos
Un avión. Un avión-iglesia. Asientos blanquirrojos. Santos peruanos viajando en turbulencia. Está San Martín, está Santa Rosa y, del otro lado, Sarita Colonia. Las mascarillas de oxígeno están desplegadas. Una alfombra guía a los viajeros hacia una suerte de altar. En él aparece el Señor de los Milagros. No es difícil identificar los haces de luz que rodean al Cristo Moreno: son metralletas pintadas del color del oro; forman un arco alrededor de la imagen sagrada. Esos santos personifican a todos esos peruanos que emigraron fuera del país buscando mejores oportunidades. Viajaron en turbulencia, buscaron un milagro, un futuro mejor. Quizás por eso los santos de Cristina son seres más humanos que divinos. Seres representados en ropa interior que, aunque sufren, gozan.
Por supuesto, la muestra desató una serie de protestas de los vecinos del distrito en el que estaba la galería aunque, como dice Cristina, cuando sacaba a la calle las imágenes la gente era más receptiva. Incluso se tomaba fotos con los santos. Pero una vez que entraban a la galería, parecían adoptar un tono más académico y formal; era entonces cuando llegaban los vetos, las cartas y las acusaciones de ciertos desastres naturales, pues Cristina, en su osadía, parecía haber desatado la ira de Dios. Al menos, eso argumentaba un sector de la ultraderecha religiosa.
Desde afuera y observando a primera vista su obra, Cristina parece tener espíritu socarrón. Pero cuando uno conversa con ella advierte motivaciones mucho más hondas que la simple provocación. No encontré, por ende, a una persona que se vanagloria de los efectos que causa su trabajo. Encontré a una mujer temerosa de las reacciones, a quien le afecta la censura; pero las ganas de manifestar sus puntos de vista, de expresarse con toda naturaleza, pueden más que el miedo.
–No sé por qué las cosas que hago se escapan de mis manos –me dice.
–Quizás no puedes con tu genio –le contesto.
–Solo sé que cuando trabajo siento que respiro –comenta.
Si uno se deja conquistar por el miedo, la obra pierde fuerza. Si uno otorga un juicio de valor a su obra, la obra se dispersa en medias tintas. Pierde potencia. En Planas está más claro que nunca aquello de que los hijos son prestados; la obra, una vez terminada, hace su propio camino, y ni el artista que la crea será capaz de adivinar el destino de lo que ha creado y entregado al mundo. Así fue que Cristina Planas recibió una llamada desde Colombia, concretamente desde Envigado, barrio que vio crecer a Pablo Escobar y donde estuvo ubicada La Catedral, la famosa y lujosa prisión acordada por el gobierno del presidente Gaviria y Escobar para su entrega a la justicia a cambio de no ser extraditado a Estados Unidos. La Catedral se convirtió más tarde en una de las peores vergüenzas de la justicia colombiana, al comprobarse que estaba llena de lujos; además que Escobar continuó delinquiendo desde dentro de La Catedral hasta su fuga de esta prisión, en 1992.
Después de muchos saqueos y abandono, una parte del complejo carcelario La Catedral fue cedida en comodato a los monjes benedictinos que habían solicitado crear allí un asilo y una iglesia, llevando paz al pueblo impactado aún por la secuela de violencia de los años de Escobar. El padre Gilberto Jaramillo había visto en Lima el Cristo Moreno de la instalación “Migración de los Santos” de Planas. Le había llamado la atención las armas que en forma de aureola llevaba la imagen. Llamó a Cristina y le pidió que fuera esa imagen la que protagonizara un ritual en la comunidad de Envigado en memoria de las víctimas de la guerra del narcotráfico en Colombia.
Cristina y su versión del Señor de los Milagros viajaron a Envigado, y allí la artista pudo ser testigo del poder de la imagen, de cómo los pobladores de la zona desarmaban, uno a uno, al Cristo armado, y le otorgaban, a la vez que se otorgaban ellos, la tan ansiada paz. Fueron momentos de gran emoción. El padre Gilberto había conectado con ella y con su obra. Había interpretado las reales motivaciones de Cristina. Y allá está su Cristo Moreno haciendo milagros, donde antes reinaron Pablo Escobar y la desesperanza.
Mucho más se puede escribir sobre Cristina y su obra, acerca de las cabezas de gallinazos que alguna vez puso sobre las copas de las palmeras muertas de Villa; se puede reflexionar ampliamente sobre esos mismos gallinazos recorriendo calles y plazas, vigilando las entidades del Estado y la Iglesia, esperando la carroña para cumplir con el rol que la naturaleza les dio y limpiarla. “Aaaah, esas verrugas”, dice ella, “esas verrugas que tienen los gallinazos lo dicen todo, ¿no? En ellas se encarna el sacrificio que han tenido que hacer estas hermosas aves para limpiar la suciedad, la basura de la ciudad. Y… si pueden liberarnos de toda esa mugre, también podrán liberarnos de la corrupción, ¿no?”.