En esta edición de «El arte de ser peruano», Josefina Barrón se adentra en la historia del colectivo literario Hora Zero.
Por: Josefina Barrón
Llegó un momento en que la realidad impuso su aspereza y alegría cotidianas. Era inevitable sentir los orines de perro en las esquinas, pensar en la bendita plata que nunca sobró, en esos intelectuales muy orondos que, detrás de sus impecables escritorios y entre nubes de cuero inglés, se sentían dueños de la palabra. Pero el poeta, ya no el vate, debía agarrar calle sino quería ser pisoteado por una combi; el poeta seguro embadurnó de ají pollero su página en uno de sus repentes; le metió caldo de gallina a la letra de sus versos, le cantaba al poliéster de Gamarra, a Rimbaud en Polvos Azules, al sacrosanto Kenacort; el poeta aborreció en letra negra al milico prepotente que se las dio de presidente, al político oportunista –que los hubo siempre–, al limeño almidonado metido a noble, al que se proclamaba intelectual y no sabía qué diantres era un apu, qué, un puñado de quinua.
El Perú profundo tomó Lima, sus cerros, la cuenca de sus ríos; se vistió para no salir calato, chapó su ómnibus y se bandeó como sabía, en clave charapa y sin retóricas churriguerescas; fue serrano y bembón, humano, curioso, lector y comió aeropuertos en las chinganas, fondas y donde Rosita. La periferia se fue al centro y tomó cerveza a morir; algunos, como sobre los que hoy escribo, se congregaban para chelear y al mismo tiempo hablar de Ginsberg, de Kerouac, de Burroughs, de cine, de psicodelia y rock, de política, de pintura, de libros, de vacas sagradas y, por supuesto, de corrupción. Y al día siguiente, de vuelta al ruedo de la supervivencia en este nuestro país donde el patrimonio intelectual parece tener el valor de una porción de salchipapas con su palito de dientes más.
Ya nacía Lima la ciudad de los reyes (de la chicha), la ciudad jardín (no pisar por favor), la de Los Pasteles Verdes y los afiches cholopink. Se pintó de estridencias y chirrió la poesía porque la ciudad chirriaba; se achoró, se acholó, se aindió y achunchó el verso, la guitarra, el arte; olió a guanaco Lima, también a Old Spice y a huacatay mucho más que a mistura. Una nueva clase se gestó y al medio hubo sitio. Todos los hombres juntos hablaron a través de una sola voz: la del poeta sincerado, la del poeta que dejaba su aislamiento romántico para salir a ver qué pasaba en el mundo; la del poeta que dejaba de mirarse los pies. En ese espíritu nació un colectivo que fue bautizado como Hora Zero. Vaya nombre para cortar en dos la carne dura y nerviosa que es el Perú, ¿no?
Una nueva clase nacía. Clase media, cosa inimaginable décadas atrás. Allí cabían (casi) todos. Los provincianos que empezaron a llegar en los años cuarenta a la capital ya para el final de los sesenta tenían hijos jóvenes que estudiaban, que participaban, que forjaban cultura e identidad. Tomaron Lima. Hora Zero les dio voz y desde la agrupación se expresó el Perú.
Con el liderazgo de Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, Hora Zero ganó muchos adeptos y fundó filiales en provincias, alentando el surgimiento de poetas en todo el país como parte de su proyecto democratizador –no solo de la poesía sino de las artes en general– y de rompimiento con el elitismo del conservador círculo literario limeño. Las vacas dejaron de ser sagradas. Ya no caminarían libres por las avenidas. Hora Zero se las chifó.
Empezaron con un Manifiesto en el setenta al que llamaron “Palabras urgentes”. Estaban desencantados de la poesía que se producía en ese momento en el Perú. Proponían una literatura más cercana a la vida y, como debía ser, una vida dedicada a la literatura: “No se puede hacer poesía en este tiempo sin poseer una nueva responsabilidad frente a la creación, porque el estudio es inevitable, intenso y serio. Creemos también que el acto creador exige una inmolación de todos los días, porque definitivamente ha terminado la poesía como ocupación o jobi de días domingos y feriados, o el libro para completar el currículo”.
El amplio y poderoso manifiesto generó grandes discusiones entre los escritores de la época, ya que prácticamente decía que salvo Vallejo y un par de nombres, todo lo demás producido en Perú no era digno de comentar. Y vaya que tuvo cobertura mediática.
Se planteaba que la poesía debía salir a las calles, que debía estar al alcance del pueblo. Juan Ramírez Ruiz ensayaba apuntes sobre cómo debía ser el poema; quizás recuperar su carácter integral, ser más grande que uno mismo. Exhortaban los de Hora Zero a que se escriba la angustia, la lucha, la violencia. Proponían romper el plano lingüístico a través de la invención de nuevos términos extraídos del lenguaje de la calle: un lenguaje sencillo, popular, directo, duro y sano. Pretendían, y lo lograron, buscar el vitalismo de imágenes, ritmos y palabras, y la dinamización, agilidad y elasticidad del poema.
Para ellos, todo estaba en hacer de las actividades o acciones del poeta, la prolongación de su acto creador, porque un auténtico escritor que trabaje en poesía deberá escribir con toda su vida; debe decir no a la ironía, al humor conciliador y apuntar a la conquista de una poesía no pequeñoburguesa; debía evitar el retorno a las viejas formas y ritmos o el uso de un lenguaje arcaizante o alienado; y, finalmente, quizá lo más importante, proponían al poeta rechazar la poesía estrictamente lírica, buscar el ritmo polifónico, sumar registros de distintos discursos: el poético, el narrativo, el periodístico, el ensayístico y el radiofónico en un solo texto, para dar una idea integral de todos los lenguajes que caben en el ser humano. Fue realmente un punto de quiebre; conmocionó, pero era inminente el cambio, pues la realidad cambiaba y el poeta, el creador, el artista, simplemente no podía quedarse atrás y ser arrasado por el tiempo hasta verse trasnochado.
Eloy Jáuregui, quien llegó poco después, me cuenta a propósito de Hora Zero: “Nosotros no le hemos tenido miedo a nadie; nos hemos enfrentado con la Iglesia, con Velasco, con Morales Bermúdez, con las vacas sagradas de la literatura que se creían la última chupada del mango; les hemos demostrado cómo se escribe… Hora Zero logró el canto nacional, que fue y es consecuencia de este discurso desahuevante que ha sido el nuestro (…) El sujeto poeta no es más que un artefacto de la voz del pueblo, representa el aullido de su grupo. Nosotros hemos sido muy vitales, no hemos estado detrás de un escritorio, cuando hemos sido muchachos hemos sido mataperros, hemos callejeado duro. Hemos trabajado duro. Éramos pobres. Pero éramos”.
Al colectivo que se fundó formalmente en el setenta se sumaron otros escritores, dramaturgos, mimos, actores de teatro, músicos, la mayoría de la San Marcos, de la Villarreal, algunos pocos de la Católica: Tulio Mora, Enrique Verástegui, Dalmacia Ruiz Rosas, Carmen Ollé, entre muchos otros. En Hora Zero estaban representadas las voces de las ciudades más pujantes del país: Arequipa, Ayacucho, Huancayo, Cerro de Pasco, Iquitos, Pucallpa, Chiclayo y Chimbote. Luego enamoraron a México, y empezaron a traspasar las fronteras nacionales.
Hora Zero surge en un momento muy importante, porque se suceden muchas cosas a partir del 68 en el mundo: la revuelta de jóvenes en París, la Primavera de Praga, el rock, el Flower Power y Woodstock como su concierto más emblemático, está La Fania All Stars, la psicodelia. En el Perú, la revolución de Velasco, las reformas laborales, la reforma industrial y la de la educación. El valor patriótico se incentivó. En el 65 surge una canción que se llamó La Chichera, una mezcla de huaino con la Sonora Matancera y cumbia; de ahí sale el nombre chicha para definir la nueva música que sonaba; comenzó a cambiar el panorama en el mundo de los discos, aparecen Los Destellos, el rock nacional con Los Saicos, Los Shain’s, Los Doltons.
El cine peruano parecía consolidarse con Robles Godoy, comienza a hacerse cine documental; en el teatro aparecen Yuyachkani, Cuatrotablas, hay todo un cambio. El huaino se populariza, ya los serranos no cantan solo en coliseos, ahora graban discos; aumentan los programas de radio, aparecen Los Shapis. Los provincianos tomaron la ciudad. Perú va al Mundial de Fútbol en el setenta, también eso incentiva el ánimo patriótico; aparecen las voleibolistas, los atletas que enorgullecían al país. A nivel social y cultural se genera un cisma, eso se ve reflejado en los periódicos de esa época, que comienzan a contar que ha salido una nueva generación de artistas. El poeta adquiere una categoría diferente, ya no es el loco que camina solo; es un gestor cultural, un portavoz, un vocero de su provincia, de su realidad colectiva.
Pimentel dijo en alguna entrevista a propósito de la literatura que hasta ese entonces se había hecho: “Vimos que no había calle, no había combis, no había nada de lo que veíamos en la Lima de los sesenta y setenta. Además, los poetas de esa época tenían miedo de poner palabras. Por ejemplo, estaban caminando por la avenida Quilca y no podían escribir ‘estoy caminando en Quilca’, tenían que poner ‘estoy caminando por la Rua de…’ o ‘veo llover maná del cielo’. Este tipo de cosas que no tenían nada que ver con lo que estaba pasando”. “Fue una segunda Independencia” me dice Eloy, y continúa, “los cholos tomamos el poder”.
Un párrafo del Manifiesto llegó a mí como lo que realmente fue y es: una palabra urgente; pues para escribir hay que morir sobre el papel. Solo así se logra forjar una literatura: “Y somos jóvenes, pero tenemos los testículos y la lucidez que no tuvieron los viejos. Tenemos también un poderoso deseo de permanecer libres, con una libertad sin alternativas, que no vacile en ir más allá, para que esto siga siendo lo que es: un solitario y franco proceso de ruptura”. Hora Zero no es un episodio de nuestra historia literaria. Hora Zero, a sus cuarenta y ocho años, sigue publicando libros, reeditando otros. Hora Zero es un punto de quiebre, sí, pero fue y es un camino.