De pronto, las islas aparecen. No son presencias fantasmales. Son entidades concretas, conjurando cielo y mar. El sol ha otorgado fugazmente otro azul al azul. Ricardo Wiesse suelta una frase que tiene el sabor de la sal cuando se acompaña de nada: “Cuánto he esperado esta luz”, reclama. Nos remontamos entonces a ese caballete que cargaba en Pachacámac. Allí permanecía, horas de días, persiguiendo, como si se tratase de una mariposa, la huidiza luz de la costa de Lima.
Por Josefina Barrón/Fotos de Gonzalo Miñano
La luz sigue siendo caprichosa, fugaz y cautivante como hace quince años, cuando Ricardo sabía a qué incertidumbre atenerse, pincel en mano, metido en el desierto, frente a los muros del gran emplazamiento de Pachacámac. Sigue siendo radiante esa luz cuando el verano arrecia; sigue el sol dibujando sombras potentes sobre el terreno eriazo; continúa Ricardo pudiendo describir los volúmenes de recintos, plazas, rampas, muros, frisos y relieves. Sigue el pintor descubriendo el rojo en el gris, el morado en el gris, el amarillo, el azul, el púrpura en la aparente monocromía que nos envuelve en su manto de ilusión: “Todavía hay momentos en el día donde uno siente algo que se resiste a morir. Tiene que ver con esas luces fugaces, ese cromatismo huidizo, esa monocromía que en un momento es dorada y después es roja. Uno debe decidir en esos poco minutos qué dirección tomar”.
Poco hay como una imagen para perpetuar un monumento precolombino; una imagen pictórica que celebre, que evoque, que toque la fibra más íntima de nuestros corazones, que produzca conciencia, que perviva, que pase de generación en generación estimulando fantasía, apelando a nuestra reverencia, a la forja de nuestra identidad colectiva: “Quizás porque tenemos una razón de ser colonial, quizás porque hemos preferido lo foráneo que lo propio, recién estamos descubriendo la importancia de reconocer las raíces”, dice Ricardo.
Poco hay como las arenas, las marmolinas, el alquitrán, el esmalte y los óxidos, el óleo y el temple; poco hay como la malla serigráfica, el MDF perforado con taladro y martillo, las redes de pesca, la materia que sobre otra materia se vuelve cuerpo, para dejar evidencia de un legado que es o no arrasado por una modernidad mal concebida: “El sello espiritual de una pintura supera amplísimamente al registro mecánico o fotográfico; la interpretación de lo objetivo de la naturaleza y lo subjetivo de la conciencia, el amarre de lo que uno ve, lo que uno pinta y el cuadro que resulta, perdura”, agrega.
La obra que Wiesse ha acumulado a lo largo del camino es, como la de otros pocos pintores, la herencia de la herencia, el trazo del patrimonio amado y vituperado, la voz que se alza para decir aquí estoy, mírame que soy importante, quiéreme y no me dejes ir, conóceme y comprenderás aún más de ti, pues eres parte de este territorio al que llamas, quizás detenido al borde de un insondable abismo de milenios y kilómetros en el que tú mismo imaginas estar, Perú.
¿Y qué es el Perú? ¿Por qué motiva tanto a un pintor a pensarlo hasta la turbación, a plasmarlo inconscientemente en su paleta? ¿Qué lleva a Ricardo a escudriñar el territorio en el atribulado pincel que deviene en palabra? ¿Qué lo empuja a transmutar la palabra en geometría elemental, a decodificar los paisajes de la costa para conceptualizarlos? Mirar el pasado nos prepara para pensar el futuro. Para llenar los vacíos que existen en la visión del Perú. Observar cómo vivieron nuestros antepasados nos ofrecerá respuestas sobre cómo debemos atrapar aquello que es huidizo como esa luz: la identidad colectiva. Nuestra, no tuya, ni mía. Los Andes son a la vez compartimentos estancos y corredores; cada quebrada tiene su personalidad. A lo largo del tiempo, cada etnia ha luchado y crecido con los elementos, ha construido entidades políticas que han sido borradas de la faz de la tierra por un Niño o un terremoto, y han superado las vicisitudes. Se construyeron paisajes culturales. Mucho antes de los Incas ya se establecían acuerdos sociales.
Conocimiento y sensibilidad
Ricardo describe el Perú como un país que siempre fue esencialmente agrario, mucho más que minero. “No podemos creer ingenuamente que antes de la llegada de los españoles todo era armonía. El ser humano es depredador por naturaleza, y si el andino ha tenido mayor respeto por la naturaleza es porque ha estado obligado, dadas las circunstancias, a encontrar estrategias de supervivencia. No se podía dar el lujo de contaminar la tierra”.
En el Perú de hace cinco mil, cuatro mil y mil años, se hablaba muchas y distintas lenguas. Existían, como hasta hoy, más de ochenta pisos ecológicos. Se multiplicaban las diferentes naciones, etnias y, por ende, la cultura que en cada una de ellas germinaba. Era y es un país fragmentado en suelos que, lejos de ser irreconciliables, fueron engarzados, unidos en el intercambio de productos y conocimiento; se forjaba así un magnífico desarrollo.
Pachacámac fue, como alguna vez Chavín, el eje de ese mundo de intercambios, el oráculo y también el encuentro entre talladores, orfebres, pastores, tejedores, sacerdotes y productos. Antes que nada, personas que venían de todos los rincones a juntarse. Pachacámac representaba la voluntad por unificar un mundo tanto o más heterogéneo que este. Las lenguas habrán podido ser distintas, como las razas, los productos, la luz, el tono verde y el recuerdo de los paisajes que cada grupo traía sobre las recuas de sus llamas, pero algo los mantenía unidos: debían ponerse de acuerdo respecto a la adoración a los poderes más decisivos, a aquellos que se les escapaban de las manos, a la naturaleza y sus fenómenos. La estabilidad tectónica era el bien común; cuando un Niño, un sismo, o apenas un temblor amenazaba con destruir aquello que con tanto esfuerzo había sido construido, había que acudir a Pachacámac a orar, a tributar, a pedir, a unirse a los otros para evitar el infortunio. Cuando los Huari y luego los Incas alcanzaron la costa, unificaron de manera aún más fantástica el territorio, anteponiendo el bien común a las diferencias. ¿Por qué no hemos aprendido? ¿Por qué no nos hemos vinculado al territorio de otra manera? Es más, ¿por qué no nos hemos vinculado al territorio cuando en el pasado sí lo hicimos estrechamente?
Miro sus cuadros. “¿La mirada desde arriba?”, pregunto. Se la debe a la pintura abstracta. Sus fuentes le han permitido abstraer planimétricamente el territorio, quizás para comprenderlo mejor, para celebrarlo; quizás, simplemente, para hacerlo presente, para que reboten esas impresiones de una manera no realista pero sí representacional en lo cromático y en los elementos visuales; línea, color, forma. Ricardo ha podido transformar sus impresiones del paisaje antiguo en un diálogo con la pintura contemporánea.
Ricardo Wiesse nace en Lima en 1954. Su juventud está signada por la relación con el paisaje de la costa norte del Perú, pues su familia poseía la hacienda Buena Vista en el valle de Chao, en el departamento de La Libertad. Ricardo ha escrito sobre Chao. Presentó un recorrido por la historia del valle: las excavaciones y hallazgos arqueológicos en las Salinas de Chao, los restos de las sucesivas influencias Moche y Chimú. Los mega-Niños que afectaron la zona, los cambios generados durante el virreinato, los procesos de la independencia, el desarrollo y colapso de las haciendas republicanas, la ocupación chilena, la desaparición de bosques por la explotación de carbón vegetal, el impacto de la reforma agraria velasquista y el esplendor agroexportador de la zona tras la implementación del proyecto de irrigación de Chavimochic.
Ricardo ha escrito y mucho. Eso lo convierte en un rara avis, en un hombre que toma el pincel como la pluma para expresarse, para darle rienda suelta a su temperamento crítico, para profundizar sobre el país y su realidad. Ricardo recuerda a su bisabuelo, Carlos Wiesse Portocarrero, quien fuera con Max Uhle a Pachacámac, y quien fuera el autor de los primeros textos escolares de historia ilustrados a comienzos del siglo XX.
“Hay una cuestión con el territorio que está a contrapelo de este “no-lugar” que se impone ahora que vivimos la posmodernidad”, dice Ricardo. Está consciente de que las particularidades se van perdiendo, ya no solo el patrimonio arqueológico, sino el arquitectónico moderno: “Lima es una ciudad como cualquier otra; un conjunto de edificios que puede estar en cualquier lugar. Es el avance de la voracidad y la codicia sobre la estética y la memoria”, añade. Tiene a Vallejo como uno de los escritores fundamentales para entender el Perú. Su ternura, su compasión, su grandeza, su conocimiento sobre la realidad peruana.
Heredó conocimiento y sensibilidad por parte de su familia; de su bisabuelo, de María Wiesse, poetisa, ensayista, difusora de la cultura peruana; de su paisaje familiar en Chao; tuvo la oportunidad desde muy chico de curiosear la revista “Mundial”, libros antiguos de historia que en casa sobraban. Su padre lo llevó y expuso a emplazamientos precolombinos apenas cumplió cinco años de edad, y quizás aun antes. Me cuenta que esa primera vez se quedó repentinamente solo; sus hermanos corrieron de un lado para el otro; recuerda haber sentido cómo la historia lo interpelaba. Y cómo la fantasía se apoderaba de todo su ser: en cualquier momento aparecería una extraña presencia entre los antiguos muros de adobe.