Chabuca fue sobre todas las cosas, hembra. Cazadora de historias para contar y revelarse, para decir y confesarse. No pudo haber escrito sobre el trágico desenlace del romance que terminó con la vida de Violeta Parra sin sentir en su propia entraña el desenfreno de una pasión amorosa y los terribles estragos del desamor. Tampoco habría podido transmitir los sentimientos de pérdida, injusticia, frustración, que la llevaron a componer los más tiernos y compasivos versos a Javier Heraud como si llorara a un hijo muerto en batalla, sin haber vivido momentos de terrible dolor cuando intentaron distanciarla de sus propios hijos.
Por Josefina Barrón / Foto de Pepe Casals
Amante. Amada. Paloma solitaria. Ave rara. Vespertina. Nocturna tejedora de historias. Poeta de lo inasible, anudaba y desanudaba sentimientos cotidianos. Provocaba cantarlos. Música. Sensualidad. Aventura, aventurera, aventurada. Cultora, culta. Cultísima. Orgullosa como ella sola. Tenía sus razones. Femenina a sabiendas. Justa. Comprometida con causas justas. Cómplice de ella misma. Furtiva. Romántica, desprejuiciada, libre y libertadora de ritmos. Nunca libertina. Siempre señora. Dicen que muy vanidosa. Diva. Peruana. Limeña. Americana. Única.
Sabía de zaguanes, de placitas, del aroma de la canela, de los matices del color negro en piel y alma; sabía del Perú de Basadre, de una Lima sincerada, y de los dedos mágicos de ‘Caitro’ Soto sobre los distintos maderos de un mismo cajón. Sabía de palabras inciertas, abstractas, para ser certera, para expresarlo todo. Sabía de quiebres en la voz como excitantes caminos de trocha, de inesperados silencios como paisajes infinitos. Sabía de suicidios por amor y heroísmos estériles. Sabía ser madre aunque pretendieran quitarle los hijos. Por la misma razón, el mismo día en que la homenajeaban en un palacio la castigaban en otro: le leyeron una sentencia que le arrebataría a sus hijos por un tiempo. Era suficiente argumento eso de andar en los ambientes del criollismo, eso de componer valses y, a través de ellos, desnudarse, revelarse y rebelarse, expresarse con la soltura a la que una señora como ella supuestamente no tenía derecho. Ya estaba divorciada o en proceso. Fue después de terminar con el matrimonio, después de saber que aquella gran epopeya era solo un castillo de naipes, que todo cambió. Chabuca arrancó realmente a componer. A volar. O quién sabe si realmente a aterrizar.
Cómo le dolía la soledad y qué tanto alimentó esa soledad su puño y letra y los acordes de sus zamacuecas, valses, landós, bossa novas y tantos otros ritmos que ella conocía y con los que experimentaba sin temor. Sabía de largas noches y viejas consejas. Sabía de ese muchacho cubano cantautor llamado Pablo Milanés que atrajo su atención con tan solo veintitrés años por sus letras vueltas canción. Sabía bien del instrumento que la acompañó desde niña y fue su mejor confidente y aliado: su voz, su emblemática voz, su irremplazable voz, aún más grave luego de una operación; voz imperfecta, voz accidentada como los caminos del Perú, voz tan humana como ella; voz que no tiene reemplazo. Solo Chabuca puede cantar a Chabuca.
Se sabía audaz y pagaba el precio sin remordimientos. Se sabía señora, señora siempre, reverenciada sobre pisos de tierra, sobre el viejo mármol de los salones más pitucos de Lima, sobre las tablas cuando enmudecía a la multitud apenas exhalaba el primer suspiro, o en las prolongadas tertulias con gente honesta, sencilla, frente a un platón de chifa. Conocía sus zonas más atractivas y atrayentes. Sacaba partido a sus empeines; ¿no son bellos? Preguntaba a un amigo mientras miraba sus empeines. Eran delicados, hermosos. Nunca quiso esconderlos y cuando entró en años, cuando el cuerpo empezó a robustecerse, quiso subir el ruedo de sus vestidos para seguir mostrando esos empeines juguetones. Disfrutaba estar rodeada de hombres mayores pero también de jóvenes valores. Los primeros fueron fuente de sabiduría y alimento para su vanidad. Los segundos refrescaron y actualizaron esas ansias de saber que siempre tuvo. Taqueaba con firmeza su cigarro antes de encenderlo; humo al viento, conversa de a dos, de a tres; horas de intercambio de ideas. Había que decir cosas que valieran la pena. No soportaba la idiotez.
Temprano en la madrugada
Había en ella cierto aire masculino que la volvía aún más interesante, que matizaba a Chabuca la hembra, redefiniendo su naturaleza femenina, remeciendo y conquistando aún más a quienes gozaron de su cautivante presencia. Entre esas personas, César Calvo grande poeta, enamorado hasta la médula de la señora-hembra-Chabuca, quizás en el terreno de Platón y en el de Calvo. Estaba ella recubierta de majestad. Era una escarpada montaña sobre zapatitos de cristal.
Chabuca amó, amó sin filtros ni concesiones. Anduvo libre en las atmósferas que ella, solo ella elegía. No aguantaba pulgas, injusticias, pacaterías. Hablaba sin tapujos y con certeza. Leía todo lo que a sus manos llegaba y si no llegaba, iba en su busca. Pocos la tuteaban porque ni ella misma se tuteaba. Una de las composiciones que dedicó a Javier Heraud, titulada “Las flores buenas de Javier”, dice así:
Ay, hermano, si pudiera suplicarte,
Suplicarte tan fuerte que volvieras
Desde un triste tañer, joven ausente.
Alerta estoy a tu costado abierto,
Inmolada paloma solitaria, ay…
Llama a Javier Heraud “paloma solitaria”, pero ella mismo lo es. Es ella la que sufre, no en vano ni estérilmente, las largas noches; es ella quien goza, quien vibra en la tristeza de la soledad, aunque se refiera a otra persona cuando le preguntan sobre las historias detrás de cada canto. Aquí un fragmento de “Una larga noche”:
Por qué será la noche tan larga
Y alucinada y tan sola y tan desalmada
Si es sólo si es sólo una larga noche
Zamacueca, zamacueca
Es sólo una larga noche
Mi noche nunca es aurora
Que llega por la mañana
Es sólo larga cornisa
Que da la vuelta a la nada (…)
Dice su hija Teresa que escribía sus letras mientras todos dormían. Los niños ya no revoloteaban y si faltaba el arroz pues no se tendría que enterar hasta el día siguiente. Se acostaba muy tarde, o mejor aún, temprano en la madrugada. En las mañanas, nadie hacía ruido hasta que ella no saliera de su habitación. Había compuesto, había parido, había alumbrado una vez más un poema. En esa misma composición, “Una larga noche”, Chabuca escribe cómo debiera ser la noche: “(…) larga aurora perfumada, diáfana y azulada, una sábana bordada, de rumores y de amores, de estrella de la mañana (…)”.
La canción titulada “Ofrenda” tiene un especial trasfondo amoroso: Chabuca entrega su entrañable Lima; le pide a la ciudad ponerse de fiesta: “serás mi ofrenda galana, el bello marco a mi amor”, escribe. La entrega de Lima y la de Chabuca se producen en forma de ofrenda y, por eso, son irrenunciables. Chabuca, la mujer, estaba absolutamente enamorada, dicen que de un venezolano. Por eso hace referencia al “guapo llanero de tierra extraña”. Me la imagino emocionada, exaltada, frente a su máquina de escribir, sol nocturno, aguaitando por la ventana la madrugada, pues con el día vendría su anhelado amor. Puedo imaginarla como una niña soñando despierta, volcando sus ganas sobre el papel que todo lo aguantó. Incluso sus silencios.
Diría que Chabuca escribió los sensuales versos en “Cardo y Ceniza”, pero diría también que cuando era el Perú el motivo de sus letras, se confesaba tremendamente enamorada de su tierra. Era el Perú un “Bello Durmiente”; así tituló una de las composiciones que dedicó al país y que tiene las más hermosas frases, como “es un derroche de amor el suelo mío”. Chabuca quería empinarse en la más alta cumbre del Perú para estirar sus brazos y abrazarlo, y en esa soledad pedirle humildemente que devuelva su beso al ella besarlo. “Bello Durmiente” empieza con una frase que ahora es común pero en esos años sesenta pocos, muy pocos, realmente imaginaban decir: Te amo, Perú.
Te recuerdo, Chabuca
Un domingo de verano durante los primeros años de la década de los ochenta. Debió ser en febrero por cómo el calor embriagaba a las personas. Eras una aparición en la puerta del Yacht Club de Ancón, con tus lentes agogó, acompañada de ti misma y de tu poodle, blanco, blanquísimo como tu traje de lino. No sé si fuiste un ángel, el mismísimo sol o un demonio esculpido en luz. Pero allí estabas, dominándolo todo, sobre el gentío en ropas de baño que dejaba de lado los choros a la chalaca, la canchita serrana, los chismes del fin de semana anterior, el apacible baño de mar y los planter’s punch. Se hizo un silencio y uno a uno, anconeros veraneantes incautos y semidesnudos, fueron rindiéndote homenaje como a la reina, señora vestida de blanco, labios rosa y delicados empeines, señora que se bastaba ella sola y que tenía su propia, inconfundible figura, estampa y voz. “¿Chabuca Granda?”, pregunté. “¿Quién es?”. Fue allí, en la arena caliente de mis primeras pubertades, entre malaguas descomunales, palomilladas y erizos adormecidos, que empecé a entender qué era ser mujer, qué era ser poeta, sol, paloma solitaria, peruana y hembra, porque supe de ti.
¿Cómo iría a imaginar en esos años que aquella señora amaría con la intensidad de una leona? ¿Cómo iría yo a conocer de besos de mujer grande, de caricias generosas, de manos inquietas en la intimidad de uno más uno es dos? ¿Cómo escuchar el reverbero de su voz gruesa diciendo cosas fuertes al oído del otro, en el intenso encuentro, sabe Dios si breve o largamente correspondido? ¿Cómo un ángel, una madonna, una ninfa, se apasiona hasta morir, se descoloca, se pierde en los resquicios del amor y se encuentra? ¿Cómo puede una diosa sufrir por un mortal, inquietarse, esperar impaciente la llegada del hombre, cantarle al desasosiego? Gracias a ese amor, a esos amores encarnados en hombres, en idealizaciones de hombres, en tierras, en ritmos, en paisajes, en puentecitos escondidos, en historias, en razones por las cuales ensalzar o denunciar, es que Chabuca se puso a decir, se puso a escribir, se puso a declamar, se puso a cantar. Y nosotros a escuchar, mucho más que con los oídos, con la piel.