Basta un rápido vistazo a la situación mundial para llegar a la conclusión de que, lamentamos decirlo, la democracia está sufriendo emboscadas de izquierda y derecha. Arrecia una ola autoritaria que, por el momento, parece triunfar en muchos lugares del globo, y que sin duda tendrá efectos por largo tiempo.
Por Manuel Santelices
En Turquía, el presidente Recep Tayyip Erdogan, envalentonado con su reciente reelección después de quince años en el gobierno, presentó una serie de medidas que, en la práctica, dejan a la democracia turca como un felpudo a sus pies. Entre otros cambios, Erdogan abolió el puesto de primer ministro, dejando así el Poder Ejecutivo en sus manos. También decretó que manos civiles –las suyas– tendrían mayor injerencia en los asuntos del Ejército; y estableció que como presidente podría decidir el presupuesto nacional, nombrar a jueces y a encargados de la Agencia de Inteligencia, el Banco Central, la Dirección de Asuntos Religiosos, embajadores, gobernadores y rectores de universidades, entre muchos otros puestos públicos. Ninguna de estas decisiones, además, necesitará confirmación del Congreso. Y si esta existiera, sería solo nominal, porque, según sus nuevas directivas, el presidente puede disolver el Parlamento y llamar a nuevas elecciones cuando le plazca.
Hasta hace poco, Turquía era considerado el país más secular del mundo musulmán, un rango que por estos días está abierto a la discusión. Después de todo, patriotismo y religión van tomados de la mano en esta avanzada antidemocrática. Lo mismo sucede en Hungría, donde Viktor Orbán fue reelegido como primer ministro en su tercer periodo consecutivo gracias a una plataforma que pone énfasis en la “seguridad” y “la preservación de la cultura cristiana”, dos cosas que, según él, están siendo amenazadas por el gran fantasma creado por la política autoritaria de estos días: la inmigración.
La desconfianza generalizada, la paranoia, la trivialización, la desinformación como estrategia electoral, la ignorancia y la peligrosa fusión de política y espectáculo, han creado un caldo de cultivo perfecto para la actual situación internacional. Déspotas, oligarcas y tiranos, todos están finalmente libres para ejercer su maligna influencia, amparados en el hecho de que las democracias liberales más importantes del mundo han perdido influencia, se encuentran debilitadas y son víctimas del inevitable quiebre producido, entre otras cosas, por el Brexit en el Reino Unido y la elección de Donald Trump en los Estados Unidos.
Uno de los aliados más fieles de Trump, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu –Trump lo llama cariñosamente “Bibi”– aprobó, con el apoyo de su coalición de derecha, una nueva ley que enfatiza la diferencia entre la mayoría judía de Israel y su minoría árabe, la que alcanza a aproximadamente el 21% de la población. Entre otras cosas, el árabe dejó de ser un idioma oficial en el país, quedando reducido a uno con “estatus especial”. La nueva ley –que señala que Israel es un estado judío, aunque “abierto a todos”– no solo abre la puerta a discriminación e inequidades, sino que revela la llegada evidente de un movimiento ultranacionalista que ha encontrado aliados en otros sitios del planeta. Justo cuando la legislación se debatía en el Congreso –donde legisladores de centro e izquierda la compararon con el apartheid–, Viktor Orbán terminaba una gira de dos días con una visita al Muro de los Lamentos en Jerusalén.
UN NUEVO ENCUENTRO
Quizás en ninguna parte fue más evidente el alcance de esta alzada antidemocrática que en el elegante salón de Helsinki, donde se reunieron el presidente estadounidense Donald Trump y el que se supondría que es su más peligroso adversario, Vladimir Putin, presidente de Rusia. Este fue un encuentro a puertas cerradas, donde solo estuvieron ellos dos y sus intérpretes. Por lo mismo, nadie sabe de qué se habló o qué acuerdos se sellaron. Como sea, fue el mismo Trump quien, criticando duramente a su propio país, señaló que la mala relación –culpa, entre otras cosas, “de años de torpe actuación por ambas partes”– había cambiado hacía cuatro horas y que esperaba que las cosas siguieran dándose positivamente en el futuro.
Durante una asombrosa y posiblemente histórica conferencia de prensa, Trump señaló que no tenía razones para pensar que Rusia hubiera intervenido en las elecciones presidenciales de Estados Unidos –algo de lo que, presionado por sus propios colaboradores y su partido, se desdijo 48 horas después– y llamó a la idea de los rusos de intercambiar testigos para que una decena de ciudadanos estadounidenses, incluyendo un ex embajador de Estados Unidos en Moscú, fueran interrogados por el Kremlin, “una idea increíble”. La idea, obviamente, fue rechazada de inmediato y por mayoría absoluta en el Congreso.
Aunque su participación en Helsinki fue ampliamente criticada en Washington –el ex director de la CIA, John Brennan, la trato de ‘traición” en Twitter–, Trump, como es su costumbre, no se doblegó. Por el contrario, su secretaria de prensa anunció, también a través de Twitter, que la Casa Blanca extendería una invitación oficial a Putin para que la visitara en otoño, posiblemente antes de las elecciones de noviembre próximo.