En esta historia se entretejen paisajes internos, nostalgia, agradecimiento y la geografía del Perú. Un joven autodidacta y una abuela madre. Un niño que vuelve una y otra vez al Valle del Mantaro, la tierra de esa abuela que lo cuidaba. Tierra de olores, dice Morfi. ¿Cómo es que un fotógrafo recuerda más los olores que los colores de su sierra? Quizás porque pudo pintarlos. Nosotros, al mirar, sentimos el aroma de la tierra recién aporcada, el de la espesa lana de la oveja, el olor del adobe, el de la intimidad de la chacra.
Por Josefina Barrón Foto de Elías Alfageme
El era joven. Muy joven. Menudo, tímido, algo retraído. Había descubierto la “Medusa” de Caravaggio estando enfermo durante buen tiempo, postrado en una cama, a los diez años. Esa enciclopedia de arte que sus padres le regalaron y hojeaba con avidez no solo lo acompañó durante su convalecencia. Lo marcó. La imagen terrible y cautivante de esa Medusa, como la de otras pinturas barrocas, renacentistas, quedaron en su retina por siempre. Quería ser pintor el niño. Ensayaba en clase, mientras la profesora andaba dictando su curso, formas geométricas, volúmenes, polígonos que despedían luces y sombras. No necesitaba de mucho más que de esas proyecciones.
Y de Morfi. Morfi se tenía a Morfi, Morfi tenía a dos padres que trabajaban y lo amaban, Morfi tenía una abuela que era para él como otra madre, Morfi tenía sus luces y sombras, con las que cargaba con gusto cada día al pararse de la cama y salir al mundo. Morfi tenía los Andes al salir de Lima. Morfi tenía montañas, nubes espesas que recibió con gusto, texturas serranas volcadas en piedra rugosa, texturas en el pequeño enorme mundo de personajes, paisajes y atmósferas que seguramente retrató.
El joven devino en adolescente. Había que estudiar una carrera y aunque él se sentía pintor, optó por una relacionada a la publicidad. ¿Por qué? Seguramente ofrecía ser glamorosa, contemporánea, competitiva y, claro, más retributiva. Imagino que todo eso pasó por su cabeza. Nuevamente las luces y sus sombras: era el luminito, o mejor aún, el que se trepaba, arnés puesto y alicate en mano, hasta arriba, a los rieles donde debía colocar las luces para bañarlo todo de ilusión. Allí, trepado ya no en la sierra pero en el cielo raso del set, pasaba horas, días. No había Caravaggio. Pero sí llegaba el fotógrafo contratado por la agencia para la que ya trabajaba, tomaba unas cuantas fotos, una, dos horas, usaba las luces que él había colocado con preciosismo, y se marchaba.
Morfi advirtió que quizás debía hacer lo mismo: dedicarse a ser fotógrafo, bajarse del riel, al llano. No le gustaba la publicidad. Seguramente porque ni él sabía que se trataba de un espíritu libre. Recién se dio cuenta de que Caravaggio, y las luces oblicuas y sombras profusas de su infancia, habían calado tanto en su imaginario personal y en su quehacer artístico una vez que la fotografía se le abrió como un camino.
Mucho tiempo antes de que todo esto sucediera, doña Sofía, su abuela, le había regalado su primera cámara. Doña Sofía lo había llevado al colegio, le había preparado las comidas. Lo había introducido en el mundo andino al tener su casa en Sicaya, en el Valle del Mantaro. Ahora que decidía ser fotógrafo, no podría ir a pedir ayuda a sus padres. Ellos ya le habían pagado una carrera. Debía arreglárselas él mismo.
Sobre el papel de algodón
Nunca esperé encontrarme con lo que vi en ese estudio. Morfi fue revelando y revelándose de a pocos. Como conozco poco de técnicas fotográficas, solo sabía que me gustaba su trabajo, que podía reconocerlo entre muchos, que tenía su huella, su firma y estilo. Intuía que más allá de la imagen que una cámara revela, estaba la mano de Morfi. Poco sabía yo de quien disparaba el botón de la cámara, del muchacho, algo más joven de lo que imaginé, de las razones que lo llevaron a la fotografía y de ese secreto, al menos para mí guardado, que era su propuesta visual.
Me fui de su estudio sin ganas de irme, porque era tarde, porque arreciaba la garúa, porque debíamos terminar ya de conversar sobre el Perú, sobre su vida, sobre los colores de la geografía peruana, sobre su abuela, sobre el trabajo, la sobrevivencia del artista y, por supuesto, sobre la fotografía, la suya, que no sé si realmente es fotografía. Es algo más.
Siempre que tuve la oportunidad de mirar una fotografía de Morfi Jiménez, se me aparecían estas imágenes cargadas de intenso color, bañadas de luz, por ende, reveladas por las sombras. Aunque fuera el sepia de la serranía el tono que predominara en la paleta, siempre se me aparecía como un sepia destellante, dorado. Así también el gris del cielo tempestuoso, cuando cae la tarde en las alturas y la lluvia amenaza, gris que tenía detrás imprimaturas azules, púrpuras, rojas, qué se yo, lo cierto es que Morfi siempre pareció ser Morfi en mi apreciación tímida de la fotografía documental peruana y contemporánea.
Una vez que me abrió la puerta y entré, nos sentamos frente a una ruma de papeles de algodón impresos. A un lado, un cuaderno que más parecía la bitácora de una vida, el diario íntimo de un navegante o aventurero, los apuntes y anotaciones de un poeta pintor, el mundo interno plasmado en páginas de un artista meticuloso que dialoga con su alma. Allí estaban, sobre las páginas de ese cuaderno emblemático, las fotografías que dedicó a su abuela, los ambientes de la casa y del pueblo que lo vio crecer cada vez que hacia allí viajaba en vacaciones. Fueron los Andes peruanos su primera paleta, terruño y amor.
Morfi quiso ser pintor. Quiso ensoñar la realidad. Y eso fue lo que hizo. Las imágenes que capturaba con la cámara fueron el lienzo. El punto de partida. Sobre esas imágenes, siempre en blanco y negro, Morfi aprendió con el preciosismo del artesano a colorear en la computadora, valiéndose del mouse como si de un pincel se tratara. Y vaya que dio color, que insufló de vida a esas imágenes. Se salía de los bordes, le temblaban las manos.
Morfi deseaba eso: ser él quien hiciera los gestos, quien interviniera, no solo en los colores, en las luces y en las sombras, sino también en el temperamento de los trazos. Ser el pintor sui géneris, un pintor en la era digital, un pintor porque así es la vida, un pintor que fotografía, un fotógrafo que pinta, un autodidacta que por eso mismo nunca tuvo que encasillarse. No había tutoriales, no existía entonces el Facebook, solo los libros viejos que podía encontrar por allí, y sus propias ganas.
¿Cuándo comienza a pintar las fotos? Es muy común ver en las casas de Lima y provincia retratos pintados, retocados, con un halo de luz, iluminados, incluso intervenidos. Es muy latino eso de encargar fotografía iluminada. Paralelamente él hacía novias. Cuando hacía novias dejaba, por ejemplo, el bouquet a colores. Lo demás lo conservaba en blanco y negro. De repente comenzó a sentir ganas de pintar el resto del retrato. Se dio cuenta de que esa fotografía pintada, iluminada, funcionaba mejor cuando la foto tenía mucha textura, una luz muy dramática; entonces comenzó a probar. Se dio cuenta de que era potente. Y le dieron alas. Él le dio el color que quiso.
Cuando comenzó a aprender, tenía la intención de hacer trabajos que no fueran de encargo. Cuando murió su abuela en 2005, quiso hacerle una suerte de homenaje. Pero no estaba listo para hacerlo desde el Valle del Mantaro. Quizás demasiada nostalgia. Morfi recorrió Puno y Cusco, buscando los personajes, la nubosidad, las texturas, como luego buscó la Amazonía, especialmente Iquitos, para volcar su sentido del color y la luz. Encontró en la selva otro temperamento, distinto al del Ande: festivo, nada hermético, salvaje, exuberante, sensual. Su paleta cambió porque el Perú le pidió que la cambiara.
Morfi todavía tiene por descubrir. Por forjar paletas. Por bañarlo todo de luz, incluso la Lima en que vivimos, en la que se siente a gusto, en medio del gris. Morfi continuará aventurándose a su muy propio estilo, y vendrá el momento en que irá al Valle del Mantaro, a por esa abuela que lo llenó de luz y color.