Sombrero de copa, empuñadura de plata en el bastón, bien trajeado y callejeando iba Pancho Fierro por esa Lima que lo hizo nacer, hijo de un cura blanco y una esclava negra. Vaya junta esa. Tuvo relativo éxito como pintor de acuarelas y murales, además de una pequeña renta fruto de la herencia que le dejara su familia paterna.
Por Josefina Barrón
Cómo hubiera querido estar frente a ese mural que pintó en una casa de la Alameda de Acho y que tituló “El mundo al revés”. En él se veía un carruaje tirado por dos hombres mientras los caballos asomaban por las ventanas; un pescador pescado por un pez, un toro poniéndole banderillas a un torero, una res desollando a un carnicero, un burro arreando al arriero y al avaro haciendo obras de caridad. Humor del negro, como su piel. Sátira de la sutil, como su espíritu cultivado y aun así, socarrón.
Pero me estoy adelantando. María del Carmen, su madre, era hija de Rita, esclava que trabajaba en casa de los Fierro. Los niños esclavos empezaban a trabajar aproximadamente desde los siete años atendiendo en la casa o a otros niños. Tomaban el apellido de la familia, así que sabe Dios cómo realmente apellidaba el niño Francisco una vez nacido, si es que alguna vez tuvieron apellidos sus antepasados allá en el África, de donde los arrancaron encadenados.
Ahora viene la segunda parte de esta picante historia: María del Carmen sirvió a las hermanas Fierro y al joven amo llamado Nicolás, quien ejerció las cátedras de maestro de Artes y Teología, y era reconocido orador en actos académicos y conferencias teologales. Tal vez obligado por las circunstancias, y para asegurar su futuro, optó por la vida religiosa. Cuando se ordenó como sacerdote fue nombrado cura y vicario de las doctrinas de San Damián de la provincia de Huarochirí y de Huañec, en la provincia de Yauyos.
Mientras hacía su carrera y se desarrollaba, Nicolás veía crecer en casa a la niñita morena María del Carmen hasta convertirse en una hermosa mujer. Tal vez realmente se enamoró de ella. Sin embargo, por más que lo deseara, era imposible tomarla como esposa porque era negra, era esclava, y, además, él era cura. Por otra parte, tener el interés de un blanco podía ayudar a una esclava a lograr su libertad o mayores favores de la familia. Lo único cierto es que el hijo de ambos nació el 5 de octubre de 1807.
En la racista sociedad virreinal, el hijo de un blanco con una negra era automáticamente un esclavo; sin embargo, un año y cuatro meses después de su nacimiento, el niño fue bautizado por su tía Mariana, hermana del cura, como Francisco Rodríguez del Fierro, “de padre desconocido”. Al bautizarle, Mariana le proporcionó manumisión a Francisco, quien, para aquellos tiempos, pudo considerarse un individuo afortunado. Era un sobrino querido.
Un capítulo de nuestra historia
Pancho vivió una etapa en la que Lima conservaba su atmósfera colonial; las costumbres españolas se entremezclaban con las criollas, las andinas, las negras y mulatas. A principios del siglo XIX, la ciudad contaba con veintiocho mil negros, quince mil indios y mestizos y diez mil blancos. La enorme cantidad de negros, sobre todo los liberados por sus amos luego de algún tipo de negociación, influyó mucho en las costumbres de la capital.
El niño Francisco creció viendo a los personajes más característicos de esa divertida Lima virreinal; escuchaba el Ángelus a las seis, al mediodía y al crepúsculo; caminaba por calles de tierra que eran cortadas por acequias; reconocía los techos de las casas, el campo y las huertas de la ciudad desde lo alto de la muralla; mataperreaba entre las múltiples procesiones que salían de las decenas de iglesias, conventos y monasterios que se erigían como los edificios más altos de la ciudad, y se mezclaba con los personajes multirraciales que daban vida a la capital.
Seguramente se cruzó varias veces con uno de los limeños esenciales de aquella época: el encargado de llevar agua a las casas, que iba sobre su burro cargado con dos porongos. “¡Aguador, écheme un viaje!”, gritaban las ansiosas mujeres desde las entradas de sus casas. El aguador también era el encargado de otro trabajo esencial para la salud de la ciudad: controlar la población de perros callejeros.
Asesinaba a los canes usando un gran palo de lloque para romperles el cráneo. La sangre salpicaba por todas partes y así lo dibujó años después Pancho Fierro, tal vez para recordarnos que existen trabajos que pocos están dispuestos a hacer.
Pancho Fierro retrató los personajes y usanzas que luego de la Independencia, y muy poco a poco, irían desapareciendo: la fiesta de los toros, la de los gallos, las festividades religiosas y populares, los curas, la limosna, las tapadas.
La vestimenta española sería reemplazada por la francesa una vez que San Martín proclamara la Independencia, pero nada fue tan abrupto. A pesar de la demolición de la muralla, de la bonanza del guano, de la apertura del Perú al mundo, de la abolición de la esclavitud promovida por Ramón Castilla, de la existencia del primer ferrocarril que hacía la ruta Lima-Callao, siguió Fierro ilustrando esa Lima que él vivió a sus veinte, treinta y cuarenta años.
Quizás es después de la Guerra del Pacífico, a finales del siglo XIX, que el Perú se industrializa, que empieza una nueva etapa, que las atmósferas coloniales realmente dan paso a las más modernas. Es allí donde el mundo que Pancho Fierro retrata pierde realmente toda su vigencia y pasa a ser parte de un lejano recuerdo.
Parece que desde un principio las acuarelas de Fierro fueron un éxito entre los extranjeros que vivían en Lima, los viajeros que venían por temporadas y los limeños coleccionistas que recordaban una ciudad que iba desapareciendo con el tiempo. Se casó a los veintiún años, y ya para viejo había dejado muchos hijos repartidos en muchas mujeres. Algún atractivo debía tener además de su irrefutable talento como cronista gráfico de las costumbres de su entorno.
Como quien decide cuándo y por qué, muere el día que el Perú celebraba su nacimiento como país: un 28 de julio de 1879, el mismo año que empieza la Guerra del Pacífico. No fue testigo de la barbarie de la guerra, de la ocupación chilena, de los incendios, saqueos y vejaciones de las que fueron víctimas las mujeres que con tanta gracia ilustró; del final de la fiesta, de la muerte asomando en las alamedas y salones que sobrevivieron nada más en los colores de sus pinceladas espontáneas.
Esa Lima triste, lóbrega, sufriente, afortunadamente no queda en la retina del pintor ni en el trazo de su mano, pues otro hubiera sido Pancho Fierro, un Goya en el Rímac, sobre el oscuro jirón hecho jirones. Pancho vivió hasta cuando debía vivir. Y murió para no contarlo.