Para sorpresa de todos, el icónico fotógrafo de modas de The New York Times, fallecido en 2016, dejó un libro de memorias. Fashion Climbing abre una puerta a su curiosa y complicada personalidad.
Por Manuel Santelices
Hace muchos años, a la salida de un desfile, me acerqué a Bill Cunningham y le pregunté si me concedería una entrevista. Me miró como si le hubiera dicho que venía de Marte, luego sonrió amablemente y se despidió con un gesto que dejó claro que la idea estaba fuera de toda discusión.
“La única manera de sobrevivir es no permitiendo que nadie te conozca realmente”, escribe el famoso fotógrafo de modas de The New York Times en un libro de memorias que ha aparecido publicado en forma póstuma. Y él, sin duda, siguió su propio consejo. Cunningham murió en 2016, y dejó atrás un legado de imágenes tomadas principalmente en Nueva York y dedicadas al estilo de los habitantes de la ciudad.
Paseándose por fiestas y galas, desfiles de moda, premières y, sobre todo por las calles de Manhattan, captó todo lo que le pareció interesante, elegante o curioso. Sintió siempre debilidad por aquellos que se distinguían más por su imaginación e individualidad que por el valor de su guardarropa. En ese sentido, fue profundamente democrático. La riqueza y el poder no lo impresionaban, aunque entre su pequeño círculo de amistades había mujeres como Anette de la Renta o Brooke Astor. Lo que sí detestaba con pasión era la celebridad, relatando a menudo cómo en una ocasión había despreciado la oportunidad de fotografiar a Catherine Deneuve a la salida de un evento simplemente porque lo que llevaba puesto no le pareció interesante.
Cunningham fue un hombre privado que tuvo bien merecida su fama de modesto. A pesar de ser considerado un ícono en Nueva York, se movilizaba en bicicleta y rechazaba cualquier cosa que le ofrecieran durante las numerosas fiestas a las que asistió, aunque se tratara de un vaso con agua. Según él, hacerlo hubiera comprometido su integridad periodística.
En 2010, un documental llamado Bill Cunningham New York lo lanzó al estrellato internacional, una posición en la que se sintió tremendamente incómodo. A partir de entonces, fue observado con curiosidad y fotografiado por extraños cada vez que puso un pie en la calle. Su semianonimato, que había mantenido con tanto cuidado durante décadas, desapareció en un instante, y haber aceptado participar en ese filme fue una decisión que lamentó hasta la muerte. Por lo mismo, porque su aparente falta de vanidad y autopromoción fue una de sus características más conocidas, es que la existencia de un libro de memorias resultó una gran sorpresa. Nadie sabía que lo había escrito, y no fue descubierto sino hasta después de su muerte.
Sumas y restas
Titulado Fashion Climbing y publicado por Penguin Press en Estados Unidos, el libro, tal como hizo el documental, abre algunas puertas a su intimidad y, al mismo tiempo, deja otras cerradas para siempre. En ocasiones, su relato es emotivo, nostálgico y triste. Recuerda que su pasión por los vestidos y sombreros nació temprano, y que desde un comienzo provocó horror y rabia en sus padres, ambos irlandeses católicos y socialmente muy conservadores. “Es un crimen que las familias no entiendan la orientación de sus niños y no les indiquen cómo caminar en su rumbo natural”, escribe. “Mi pobre familia probablemente se sintió asustada a morir con todas las ideas locas que se me ocurrían y, por lo mismo, me forzaron en otra dirección cada vez que pudieron”.
Cuando tenía cuatro años, cuenta, sacó un vestido floreado del clóset de su hermana y se lo puso. “La ropa de mujer era mucho más estimulante para mi imaginación. Ese día de verano de 1933, con mi espalda pegada al muro del comedor y mis lágrimas manchando todo el vestido rosado de organza, mi madre me golpeó hasta el cansancio y amenazó cada hueso de mi desinhibido cuerpo si volvía a usar ropa de mujer”.
Como está visto, todos esos golpes y amenazas no sirvieron de mucho. Cunningham fue uno de esos hombres que descubren su misión desde niños y nunca la abandonan. Después del colegio fue aceptado en la Universidad de Harvard, pero duró ahí solo un mes. La academia no era lo suyo. El ejército tampoco. Cuando fue obligado a cumplir su servicio militar, adornó su casco con flores, enseñó a hacer sombreros a las esposas de los oficiales, y durante entrenamientos y marchas, confiesa, siempre imaginó que en vez de un rifle llevaba una pluma de avestruz en sus manos.
A pesar de tantas transgresiones a la masculinidad convencional, en ningún párrafo de sus memorias Cunningham habla de homosexualidad, algo similar a lo que ocurre en su documental. En cambio, menciona de pasada a una mujer que “en esa época era mi novia”, y ya está. No hay romance en este libro, solo belleza y fantasía.
Su legendaria amabilidad es en ocasiones traicionada por ciertos comentarios que lo ponen al lado más cruel y arribista del mundo de la moda, como cuando habla del desprecio que siente frente a gente “gorda y sin gusto” que, sin embargo, opina de estilo; o de aquellos que se encuentran en “los bordes de una sociedad falsa”; o de mujeres –“bitches”, las llama– con adicción a los brillos. Entre otras cosas, dice también que pertenecer a un clan con “generaciones de buena educación” es necesario para lucir adecuadamente ropa de alta costura, que “uno puede poner una funda en un cerdo, pero eso no impedirá que haga berrinches”. Por otro lado, señala que “una sirvienta puede demostrar gran estilo al amarrar su delantal”.
Aunque el libro no alcanza a cubrir su llegada a The New York Times, sí habla de la excitación de llegar a Manhattan con el sueño de convertirse en sombrerero. Así lo hizo, y con gran éxito, hasta que la misma moda terminó con su negocio cuando determinó que las mujeres ya no necesitaban sombreros ni tocados, especialmente como los diseñados por él, magníficas creaciones inspiradas en peces, pulpos o avestruces.
Fue entonces cuando, con una cámara en mano, comenzó a colaborar con revistas como Details o Interview, cubriendo moda y vida social y participando activamente en la escena nocturna de Manhattan en los años sesenta, setenta y ochenta. Según confiesa en el libro, había por entonces verdaderas “orgías debajo de las mesas del Hotel Plaza”, pero él nunca participó porque estaba demasiado ocupado en la pista de baile.
A pesar de que durante décadas jamás pasó una velada en su departamento, Cunningham vivió la vida asceta de un monje. Incluso sus más cercanos se sorprendieron cuando vieron en su documental el sitio donde vivía, un departamento repleto de gabinetes con diapositivas, pruebas de contacto y filmes, donde apenas cabía un pequeño colchón sobre el que dormía cada noche. Por la mañana, su desayuno era siempre el mismo: un sándwich de huevo y un café en un almacén de su barrio por el que pagaba 3,25 dólares. Personaje único, el fotógrafo murió rodeado de admiración y cariño, pero –es fácil sospechar– también de una profunda soledad.