Cuarenta y seis años después, Editorial Planeta reedita el libro «El caso Banchero», de Guillermo Thorndike, que recorre los laberintos y misterios del asesinato del empresario pesquero Luis Banchero Rossi, que ocurrió en las primeras horas de 1972. En las siguientes líneas publicamos, en exclusiva, un extracto del libro en el que se perfila al exitoso magnate.
Perdonaba sin olvidar, confiaba sin confiar, creía con un amargo escepticismo, reía sin reír del todo. Sus ojos transitaban de la fiebre al desdén, de la cautela a la vehemencia. La diestra, capaz de repetir diez veces el siete durante una partida de dados, se escurría blandamente del apretón. Mezcla de empresario y jugador, pionero de la estirpe de Henry Meiggs o Fitzcarrald, nunca dijo que sí o que no rotundamente. Quería, no quería.
Lo temían de París a Johannesburgo y nunca se atrevió a usar una corbata llamativa. Lo rechazaba la aristocracia y las mujeres de más trapío soñaban casarse con él. Su poder conocía pocos obstáculos y deambulaba desarmado por inhóspitas madrugadas. Era dadivoso y pocos como él se sentían tan irremediablemente solos en el mundo. Su rostro envejecía de fatiga, de hambre, de falta de sueño.
El humazo de las fábricas que levantó con velocidad de ilusionista lo excitaba más que el vino. Prefería raposear en alturas vertiginosas, entre banqueros y especuladores, que tumbarse en una playa, una tarde de sol. Amaba a Miguel Ángel y a García Lorca, sabía de memoria a Hesse, a Quasimodo, a Camus, a Lawrence Durrell. No caballereaba: era suelto, de ademanes espontáneos. Igual se movía entre poetas jacobinos que entre señoras que jesuseaban, potísimos ministros y prójimas del puerto.
Despreciaba a los otros ricos, los antiguos, considerándolos pequeños, abusivos, cobardes para arriesgar. Se sentía responsable de una pobreza anterior a su tiempo. Era valiente, porfiado, burlón y soñador. Y vanidoso, sensible, puritano, travieso y sensato. Y afable, visionario. Y desconfiado. Y temeroso. Y franco, osado, astuto, sensual. Y duro, empezando por sí mismo. Lo tenía todo y no era feliz.
Nada parecía que pudiese detenerlo. Argos aumentó su capital a 62 millones. Humboldt llegó a 66 millones. Compró un avión más grande, aterrizaba inesperadamente en Chimbote, junto a la bahía que no terminaba de cambiar. El desmelenado titán que caminaba al filo de las olas no veía un desierto al sur del puerto sino gigantescos astilleros. Encerrado por el Callao, PICSA tendría que desaparecer. De inmediato planeaba barcos de 350, hasta de 500 toneladas para pescar anchoveta, también sus primeros atuneros. Después construiría naves de 1500 toneladas para explotar inmensos bancos de atún y merluza. Volvía al muelle como quien se recuerda de niño.
La abuela María Urdániga lo recibía con un abrazo. Juanito Sagarvarría todavía atronaba el puerto, comandaba la agencia de aduana de Bauman. Mono Justo había abandonado la pesca, vendía pollos en el mercado de Chimbote. Sofocado bajo un chambergo, don Juan Desmaisson vociferaba en el Venecia, no perdía un estreno de cowboys italianos, era el mismo asiduo cortejante. El loco Moncada se apartó del muelle. En la esquina principal de la ciudad de 200 mil habitantes instaló su negocio: redes, sogas, flotadores conseguidos nadie sabía cómo.
Bajo un sombrajo, echado en una hamaca, Moncada usaba un descomunal teléfono de plástico celeste para imaginarias conversaciones con el presidente de Estados Unidos. Miles de recién llegados se apiñaban en la estación del ferrocarril, aturdidos por el estruendo de tal laberinto de acero y harapos y densas humaredas. Gruesas vestimentas de la cordillera, mantas chillonas y adornos de pantera, imán, colque runtu, feto de llama y piedra berenguela. Se vende frazadas, sombreros, relojes, collares, pulseras, santos de yeso.
Se vende charqui, chuño, chanfainita, espesos jugos de fruta, abrasados emolientes. Se vende chaquetas, pantalones, medias, camisas de polyester falsificado. Y se sueña, se baila, se construye y se muere estrepitosamente. Hacia el norte trepida la chancadora de la Corporación, ríos como de lava se derraman en la siderúrgica. Hacia el sur humean las fábricas de harina y, al abrigo de la isla Blanca, se alinean buques griegos, liberianos, ingleses, norteamericanos. Chimbote es una feria, una llamarada, un estruendo, una pesadilla, una esperanza.
Y Luis Banchero Rossi es el rey de ese puerto, el Hombre. Así, entre hornos, músicas, murmuraciones y riqueza, mientras llegaba la titubeante primavera, caminos confluían y rodaban los hombres en busca de su revés. Pronto habrían de congregarse los de arriba, abajo; los de aquí, mirándose con estupor, preguntándose cuándo o quiénes comenzaron esta historia.
Tras su semblante gris, aquella primavera el Hombre sabía más que otros. Antes de cumplir los cuarenta empezó a envejecer. Un baño como de sal quebró su piel, abriéndola en líneas que rayaban la sonrisa y el mentón. Flechas clavadas al filo de sus parpados, fatiga tejida, dispuesta en radios alrededor de su mirada, años más largos que los años de siempre dibujaban otro rostro lento, espejo de Caín decapitado. Volvió a pasear la orilla sin luz, como enturbiada por la tinta de un enorme calamar, respirando el océano que no se veía a esa hora de neblinas pertinaces, cuando al borde de los acantilados se escuchaba el rumor del cascajo embestido por las olas y se espesaba el aroma fúnebre de los floripondios de San Miguel.
Esta, la ciudad de ahora, habrá muerto en la mañana. Otra ciudad se alzará bajo la luz del invierno que se obstina y roba al sol lo suyo. Otros hombres disfrazados de lo mismo aguardarán el autobús junto a las palmeras muertas. Otras mujeres asomarán a los balcones buscando inútilmente una caravana en la mañana vacía.
Y todo será más o menos igual, más o menos triste, más o menos inútil. Abrigando en los bolsillos sus manos ateridas, caminaba al encuentro de plazas remotas: divinidades florentinas que se corporizaban junto con una vieja fuente muerta, largos y quejumbrosos balcones que parecían interesarse en el rumbo de sus pasos, silencios cuadrados, de tierra, de mármol, de lajas, de embaldosados enigmas, hechos de sauce o de tritones, el eco repitiéndolo cuesta abajo entre las casitas barranquinas, la noche interminable.
¿Qué dolor simple, cotidiano, qué amargura doméstica podían darle alcance? Ni iba tras las huellas de un amor roto, ni le dolía la soledad: de rostro al viento se escuchaba pensar, por ahora prisionero de formas que gesticulaban vagamente, de voces que no brotaban. Reconoció la víspera de todo, la luz redonda, cálida, cayendo de todas partes.
Faltaban ochocientos días, ochocientos crepúsculos, ochocientas esperas, ochocientos insomnios, ochocientas tristezas, ochocientos océanos, ochocientas mentiras, ochocientos retornos, ochocientas ciudades. Y 19 mil 200 horas, esferas cumplidas, desiertos desbordados y vueltos, grano a grano, a contenerse en sí mismos. Y un millón 152 mil minutos: el vuelo de una gaviota, setenta latidos, treinta masticaciones, ochenta pasos. ¡Que vasto destierro azul, que inútil cementerio de números y neblinas! Paso a paso regresó a la noche, se enfundó en sí. Pasó a paso se acercó al convite interrumpido.
Los demás ya lo aguardaban. A unos los vería por última vez. Otros lo acompañarían hasta donde oscurecía. En la plaza bien iluminada, el reloj de la catedral señalaba las cuatro de la mañana. Le pareció vivir dos veces, representar un papel ensayado más allá de la memoria. Su mirada se detuvo en una ventana con luz. Recordó la fecha: 3 de octubre. Dentro de ocho días cumpliría treinta y nueve años. Un tanque avanzó hoscamente hacia el Palacio de Gobierno.