Podría haber protagonizado una de las novelas más apasionantes del siglo XIX, pero el único legado de María de Rumanía a la ficción es el Castillo de Bran: la fortaleza que inspiró a Bram Stoker para escribir “Drácula”. La mitología popular, sin embargo, no dudó en adjudicarle romances extramatrimoniales, una valentía estoica durante la Primera Guerra Mundial, y hasta un supuesto ofrecimiento de Adolf Hitler para trasladarla desde un hospital italiano al Castillo Pelisor, en Europa Oriental, cuando estaba agonizando. Y a pesar de eso, su historia trasciende todas las fantasías.
María Alejandra Victoria de Sajonia-Coburgo-Gotha nació el 29 de octubre de 1875 en la casa de campo Eastwell Park, en Gran Bretaña. Fue la hija mayor del duque Alfredo de Edimburgo –hijo de la reina Victoria de Inglaterra– y de la duquesa María Aleksándrovna –hija del zar Alejandro II de Rusia–.
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En su familia la llamaban ‘Missy’.
Sus primeros años ya fueron los de un miembro de la realeza cosmopolita: creció entre Inglaterra, Malta y Alemania; llevó estudios de pintura, literatura, música, arquitectura, lenguas extranjeras y equitación; tuvo una institutriz alemana y, dicen, se enamoró de Maurice Archibald Bourke –el capitán del buque de su padre, quien también fue comandante de la flota británica en el Mediterráneo–, cuando todavía era una adolescente.
En 1892, su primo George de Gales –que se convertiría en George V– ya era el segundo en la línea de sucesión al trono británico y quiso casarse con ella, pero las familias se opusieron. Su madre se había enterado de que el rey Carlos I de Rumanía estaba buscando una novia para el príncipe heredero Fernando. Y ella misma se encargaría de presentarlos oficialmente durante una fiesta en el Palacio Hohenzollern, en la actual Alemania.
Monarca en otras tierras
Hoy se sabe que el interés de esta pareja no fue tan grande como habían esperado sus familias. Pero, de todos modos, se las ingeniaron para convencerlos, y el 10 de enero de 1893 se casaron en una triple ceremonia: civil, católica y anglicana en Sigmarigen, una ciudad en el sur de Alemania.
Cuentan que la relación fue difícil desde el comienzo. “María era una mujer moderna, que quería dejar la huella de su personalidad”, explica Stefan Nicolae, jefe de la Misión Diplomática de Rumanía en el Perú. Sin embargo, mientras se adaptaba a las costumbres más ortodoxas del pueblo rumano, había quedado relegada en la corte. Una barrera inicial que –por su propio carácter– superó muy rápido: “Se puso al servicio del pueblo de manera natural y se entregó a un país que luchaba por ser reconocido como un estado moderno e independiente, y eso conquistó el corazón de los rumanos”, explica Nicolae.
Su relación con Fernando I, con el tiempo, también se transformaría en una amistad amable. Y eso no impediría que tuvieran seis hijos juntos: Carlos –que años más tarde sería el rey Carlos II de Rumanía–, Isabel –futura reina de Grecia–, María –quien llegaría a gobernar Yugoslavia–, Nicolás, Ileana y Mircea.
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Con los años, algunos historiadores –pero también las historias populares– hablaron de una serie de romances extramatrimoniales de María, y las dudas sobre la paternidad de sus hijos no tardaron en llegar.
A los 39 años, sin embargo, se convirtió en la reina consorte de Rumanía. El rey Carlos I de Rumanía –el antecesor de su esposo– había muerto en uno de los contextos geopolíticos más difíciles de la historia: Fernando I y María fueron coronados cuando solo habían pasado noventa y dos días del inicio de la Primera Guerra Mundial. En 1916, cuando Rumanía ingresó al conflicto, la leyenda de María de Rumanía ya había comenzado. “Hacía visitas diarias a los hospitales y ayudó como enfermera a las víctimas –cuenta Nicolae–. Y eso, sin dudas, engrandeció su figura creando un aura de heroína”. Pero su trabajo no se limitó a la labor humanitaria. María había demostrado una habilidad diplomática desde hacía tiempo, y en 1919 hizo una de sus gestiones más importantes en las negociaciones del Tratado de Versalles, el acuerdo de paz que pondría fin a la guerra.
Pero el futuro no era tan bueno como podía esperarse para ella: a mediados de los años veinte, su hijo Carlos II renunció a los derechos de sucesión del trono a favor de su nieto Miguel, acosado por un romance extramatrimonial. Entonces, el rey Fernando I ya tenía un cáncer terminal, y la posibilidad de que el trono quedara en manos de un niño –algo que efectivamente ocurrió en 1927, cuando tenía 6 años– desató una crisis dinástica.
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Y los problemas tampoco acabaron allí. Después de cinco años desenfrenados en el exilio, entre Londres y París, su hijo Carlos I regresó a Rumanía para declarar nula el acta de sucesión y proclamarse rey. María confiaba en que su hijo mayor valoraría su experiencia para gobernar el país, pero no tardó en entender que aquello nunca había estado en sus planes.
Relegada y con la relación deteriorada con Carlos I, María vivió entre el Palacio de Balchik, a orillas del Mar Negro, y el Castillo de Bran, la fortaleza medieval conocida como el Castillo de Drácula –una construcción donde nunca vivió el personaje, pero que influyó en Bram Stoker cuando escribió su novela más famosa–, hasta que enfermó de cáncer. Meses después del diagnóstico y de un tratamiento sin resultados en Italia, regreso al Palacio de Pelisor, la residencia de Europa Oriental donde vivió cuando era reina. Allí, en los Montes Cárpatos rumanos, murió el 18 de julio de 1938. Pero la historia de María de Rumanía aún no había terminado.
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