No pude evitar pensar en la validez de la frase “ojos que no ven, redes que te lo cuentan”. Sin embargo, no puedo ignorar tampoco lo peligroso de la interpretación cuando nos damos cara a cara con un silencio digital. ¿Piensa mal y acertarás? ¿Por qué simplemente no nos dejamos llevar? Si el deseo es la madre del pensamiento, ¿será que inconscientemente buscamos razones para invocar al pleito?
Dicen que después de la tormenta siempre llega la calma. Pero en los océanos del amor, ¿Por qué cuando estamos navegando en aguas mansas hacemos lo imposible por crear tanto tormenta como tempestad? Al momento de maquinar nadie nos gana y si a ello se le suma que el galán de turno exprese cualquier actitud que llegue a detonar la más la ínfima sensación de duda, desconfianza o sospecha, no hay explicación racional que la pueda hacer parar.
¡Manos a la obra! es momento de indagar, y como buenas millennials, dejamos atrás los polvos magnéticos para huellas dactilares por la modernidad de las redes sociales y su facilidad para revelar pecados virtuales.
Muy importante, además: el éxito de la misión X-Files y cualquier posibilidad de encontrar alguna actividad «paranormal» se basa en un trabajo discreto y colectivo. ¡Y qué cooperadoras podemos ser las amigas para dar, infaliblemente, con la prueba de la deslealtad!
Leticia, que se encontraba pronta a irse unos días a su natal Madrid por Navidad, vino a mi casa un domingo por la noche a despedirse y, de paso, trabajar los bíceps con una extensa serie de levantamiento de copas de vino.
Aprovechó para darme los últimos updates del galán con el que estaba saliendo -según ella- hace casi un mes: Era un muchacho que había conocido en Hinge, un dating App que había monopolizado el uso de sus gigas, ya que esto de la encerrona podía ser complicado, pero para que negarlo, de a dos se pasa mucho mejor.
Sin embargo, ese domingo en mi casa Leticia insistía en que había algo que no le terminaba de cuadrar, que ella creía que esto era muy bueno para ser verdad.
– “No me termino de creer el cuento» – insistía, mientras me continuaba dando detalles del porqué de esa repentina suspicacia, los cuales eran tan variados como dudosos.
– “Simplemente no me fio”- me decía.
Y mientras yo le daba un sorbo a mi copa de vino, se le ocurrió una idea tan peligrosa como comer una sopa de murciélago en un mercado de Wuhan
– “Hazte una cuenta en Hinge y dale like a su perfil, así vemos si pisa el palito y te manda algún mensajito”-
– “¡De ninguna manera! Esa es una misión destinada al fracaso. Va a ser el Waterloo de tu salud mental (por lo menos de las siguientes dos semanas)” – le dije yo.
Pero no hay cosa más difícil que ponerle un pare a una mujer obsesionada, y Leticia, queriendo confirmar sus dudas sobre el muchacho, me insistió en que ésta era la mejor forma de descubrir al victimario. Y, aunque tanto mi razón y conciencia moral hicieron el rol de ángel hablándome al oído derecho, el diablo en mi interior, tanto por insistencia como por curiosidad y morbo, se prestó a ser parte de la poco lúcida jugada.
Al día siguiente por la noche recibí, no solo uno, sino varios mensajes del famoso galán, los cuales, siguiendo el inquebrantable código de la amistad, evidentemente no contesté. Me limité a hacer un screenshot de su conversación y mandarle las pruebas del delito a mi cómplice amiga.
Me contestó un par de horas después justamente cuando estaba embarcándose en el avión
-“¡Se puede tener menos vergüenza! a esa hora él estaba conmigo mientras yo hacía mi maleta, y al preguntarle al tío en qué andaba, me contestó que viendo videos” – me decía Leticia.
– “ouch” – pensé –“esa es una cólera que no solo pica, sino también arde.”
Inmediatamente después Leticia amenazó:
– “Le voy a mostrar el screenshot que me acabas de mandar de su conversación…me da igual. Este hombre no tiene vergüenza”-
– “¡Nooooooo, mujer! ¡Estás loca, ni se te ocurra! Ese sí que es un error garrafal” – le contesté rápidamente y es que el arte de la guerra está en saber elegir, con la cabeza fría, las batallas que valen la pena pelear y en las que nos debemos prudentemente retirar.
– “De ese horno, tanto tú como yo vamos a salir más que quemadas”- le insistí.
– “Es que este gilipollas me anda escribiendo como enamoradito. Va de novio este tío, te digo” – se defendía Leticia, mientras yo no dejaba de pensar que me encontraba ante a un típico caso de expectativas tergiversadas.
Después de unos minutos de meditación me contestó:
– “Tienes razón lo voy a pensar y a mi vuelta veré que hago”-
– “Sí, piénsatelo bien y con la cabeza fría” – le respondí yo, ya que a fin de cuentas la venganza no solo es un plato que debe servirse helado, sino que no es casualidad que sea el tiempo el único colega con el que a ésta le gusta trabajar.
Hágase notar que yo hace mucho no era primeriza en este tipo de asociaciones forenses entre un par de comadres. Había vivido ya la clásica:
«mírale tú desde tu cuenta el último story en Instagram, ya que no quiero que él se dé cuenta que lo estoy mirando», o «llámalo desde un número raro a ver si te contesta, ya que a mí nunca me contesta el WhatsApp y me viene con la excusa de que no está pendiente del celular».
Y cabe recalcar también que en estos tiempos «modernos», nuestro modus operandi más que de dúo dinámico se trata de un trío atómico, ya que las redes sociales se han vuelto las mejores aliadas en esta guerra contra uno mismo. Si antes se revisaban los bolsillos de los trajes o el maletín, hoy se espera el momento de descuido para hacerlo con los celulares.
No pude evitar pensar acerca de la relatividad de la infidelidad: mi querida amiga, en ese momento, estaba enfurecida y con el ego mancillado:
¿Cuál había sido, fríamente pensando, el pecado de ese muchacho? Aún no habían firmado ningún acuerdo de exclusividad y, en el campo del internet y el 4G, ¿en qué momento se cruza la raya entre una inocente conversación con una imperdonable traición? Además, ¿podremos medir con la misma vara un engaño en carne y hueso que un engaño virtual?
No pude evitar pensar en la validez de la frase “ojos que no ven, redes que te lo cuentan”. Sin embargo, no puedo ignorar tampoco lo peligroso de la interpretación cuando nos damos cara a cara con un silencio digital. ¿Piensa mal y acertarás? ¿Por qué simplemente no nos dejamos llevar? Si el deseo es la madre del pensamiento, ¿será que inconscientemente buscamos razones para invocar al pleito?
Pero, después de tanto due dilligence en el campo del flirteo, solo me quedó claro una cosa después de escuchar a Leticia: si nos basamos en la premisa de que “piensa mal y acertarás”, que no nos sorprenda que se cumpla esa profecía y que la ley de la atracción, milenariamente conocida por el poder de su efectividad, haga acto de presencia.
Así que dejaré un consejo de una conocida mujer la cual, a pesar de que sus frases parezcan broma, no dejan de transmitir gran sabiduría: «vive la vida y no dejes que las redes te vivan».
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