Arequipa, con su economía independiente, su fuerte identidad, su rica cultura y vida intelectual, era la única ciudad que miraba a Lima directo a los ojos durante la vida republicana. Capaz de levantarse cuando los militares hacían de las suyas en la capital, como en la revolución del 50, mantenía un rumbo claro por encima del caos y la dependencia en otras zonas del país.
Por Diego Molina
Tuve la suerte de ver atisbos de eso en mi infancia: un lugar seguro, y no creo que fuera producto de una policía particularmente eficiente. Una ciudad muy limpia, y no por un sofisticado sistema de recojo de basura. Un centro histórico protegido (mucho antes de ser declarado “Patrimonio cultural de la humanidad”) por empresas privadas, universidades y urbanistas dentro y fuera de la municipalidad. Una cultura vibrante, con galerías, cines, ciclos culturales y concursos de arte. Un lugar con instituciones serias, como la Cámara de Comercio e Industria, con gran poder de convocar y trazar rumbos, poniendo en línea hasta al Gobierno central.
Una ciudad limpia, segura, cuidada, con instituciones propositivas y con vida cultural. Arequipa era un fin en sí mismo, para la municipalidad, las empresas, las universidades y la población. Un sentido de comunidad, de pertenencia, de orgullo, una colectividad que era funcional, sin importar si venías de los colegios Max Uhle, San José, La Salle, Independencia o alguno estatal.
Adelantemos el tiempo treinta años. Arequipa es el caos, el frío enfrentamiento, un foco de corrupción. El gobernador Cáceres Llica, un borrachito acusado de violación y otros delitos antes de las elecciones, con un discurso divisionista de ricos versus pobres, cae detenido. Obviamente, en estado de ebriedad. Es acusado de ser miembro de la banda criminal “Los hijos del cóndor”. Obviamente, él es el cóndor, con cien denuncias en Fiscalía. Obviamente, aduce que lo detienen “por su color de piel”. Caen dieciséis funcionarios del Gobierno regional y dos consejeros regionales; otros cinco están fugados. Además, el alcalde de la ciudad, Omar Candia, y dos funcionarios de la municipalidad son sentenciados.
Pérdidas por corrupción
“Con S/901,2 millones, Arequipa es la cuarta región donde más pérdidas se han producido por la corrupción”, según Contraloría y “Perú21”. Así, Arequipa es una víctima más de tres grandes problemas del Perú del siglo XXI: la “Ley de Organizaciones Políticas”, que permite crear grupos delincuenciales bajo el término “movimiento regional” o similares. La desastrosa “Ley de Descentralización”, que otorga facultades técnicas y económicas a gobiernos regionales y municipales que deberían ser decididos por ministerios especializados, por su impacto nacional. Y, el tercero, el que llevó a Castillo a la presidencia, el infame campo de batalla de las clases sociales.
Un ejemplo clarísimo: el contrato del proyecto Majes-Siguas está por cancelarse. Básicamente, porque los consejeros que tienen que aprobar la adenda 13, que ya pasó todas las evaluaciones y garantías, o están aterrados o su ideología es tan trasnochada que no ven ninguna luz en el desarrollo. Las excusas: que falta el dictamen de la comisión de agricultura, que debatirán en un mes, que quieren hacer cambios. “38 mil 500 hectáreas con riego tecnificado (…) más de 100 mil puestos de trabajo (…) 1,010 millones de dólares adicionales al año (en agroexportación)”, dice el ex-MEF Gabriel Dayly. Todo eso y mucho más, al garete.
Proyectos en peligro
Ya Arequipa, en especial su gobernador beodo, le bajó el dedo al proyecto Tía María (1,400 millones de dólares, 320 millones anuales de exportación). Y en todo este retroceso, el Gobierno central mantiene su izquierdoso silencio. Hubo un tiempo de liderazgo en Arequipa; de priorizar, con pragmatismo por encima de la ideología lo mejor para el departamento, de sentido de comunidad, de pertenencia, de salir a la calle a exigir que las autoridades cumplan con sus obligaciones. Hoy, esas virtudes han sido sustituidas por el sálvese quien pueda, saca ventaja mientras puedas, se decide según la burocracia y el amiguismo y no por beneficiar a la región, y la tribu ideológica por encima del bien común. Una receta para la autodestrucción, con la que nada sale adelante. Contraria a su historia, Arequipa ha logrado ser una provincia más del Perú.
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