Jeremías Gamboa (Lima, 1975) es un escritor y periodista peruano. Tras publicar sus cuentos, “Punto de fuga” (2007), y la novela “Contarlo todo” (2013), aparece “Animales luminosos” (2021). Fue considerado la gran revelación literaria cuando su primera novela apareció publicada con el reconocimiento de Mario Vargas Llosa. Conversamos acerca de su libro más reciente y su vínculo con el tema del migrante.
por Lucas Cornejo Pásara

Cuando estabas en la Universidad de Boulder, ¿ya eras consciente de que esas vivencias acabarían en una novela? ¿Cuándo surgió “Animales luminosos” como proyecto?

Cuando he vivido cosas jodidas, siempre he pensado que voy a escribir una novela. Aunque no siempre. Nunca pensé que iba a escribir sobre mi escuela. Cuando entré a “Caretas” y empecé a hacer periodismo –había leído algunas novelas de periodistas–, empecé a pensar si ese material podría ser parte de un libro futuro. Siempre he tenido esa fantasía. Las cosas que vivo, las cosas que me pasan, siempre me hacen pensar en si darán o no darán para un libro. “Animales luminosos” narra un poco la llegada a Boulder. En esa época, yo no creía que iba a escribir sobre eso. Había renunciado a la posibilidad de escribir ficción. Tenía la idea de ser académico, pero justo ahí terminé mi primer libro de cuentos, y la editorial Alfaguara Perú me abrió las puertas con la publicación del mismo. Eso me permitió pensar nuevamente en convertir mis vivencias en algo. Entonces sí, supongo que tomaba notas inconscientes sobre la situación. Cuando ya estaba en el segundo año, en mi tercer semestre, llegó a Boulder mi amigo y escritor Luis Hernán Castañeda. Una noche salimos con unos amigos y se produjo esta conversación sobre si el lugar en el que estábamos era una ciudad o un pueblo. Me llamó mucho la atención y, al día siguiente, la escribí. En ese momento, ya sabía que se publicaba mi primer libro. Ahí sí escribí pensando en que eso podía convertirse en algo, en un cuento. Eso quedó así hasta que lo retomé en la pandemia y se convirtió en la novela.

Mencionaste que la aparición de una mala experiencia ofrece la posibilidad de escribir. ¿Funciona entonces como una suerte de seguro?

Las cosas malas siempre son buenas historias. Cuando te ocurre algo horrible, puede ser una anécdota interesante para los amigos. Si vas y te dan la visa al toque, qué fácil, pero si te cuesta dos días enteros, es una historia. Es un seguro pequeño, pero lo es en tanto que las cosas que la vida te trae con dolor o aspereza se pueden convertir luego en libros que te traigan gratificaciones.

¿Qué pasa con las cosas buenas?

Las cosas buenas te sirven para escribir. Es decir, te dan el soporte para acercarte a las cosas malas. Cuando estás en medio de la inestabilidad, no puedes escribir. Necesitas las cosas buenas –yo no le llamo felicidad, sino bienestar–, la vida reposada, predecible, estable, para mirar lo anterior, agitado y escribir. Diría que ese es el juego de la literatura: una vida estable y buena que te permite mirar lo oscuro.

En “Contarlo todo” narras la dificultad de escribir la misma novela. ¿Cómo fue el proceso de escribir esta segunda novela?

No me costó nada. Ahora estoy con una novela larga que por momentos se detiene y recuerdo “Animales luminosos” con mucho placer. Las novelas cortas se hacen de golpe, como los cuentos. Lo difícil de “Animales” fue sostener el nivel de demanda que exigía el libro en cuanto a concentración de tiempo. Tuve que negociar en casa para pasar muchas horas aquí en mi estudio. Pero te diría que la primera versión la escribí en cuatro meses; la segunda, en dos. Se escribió solo casi. Es como me encantaría escribir todos los libros a futuro, pero es así. Hay partos difíciles, cesáreas… como la vida.

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“Lo difícil de ‘Animales luminosos’ fue sostener el nivel de demanda que exigía el libro en cuanto a concentración de tiempo”.

Durante el siglo pasado, los jóvenes estudiantes soñaban con migrar a París. La literatura se veía plagada de lo que la capital francesa suponía: rapidez, cosmopolitismo, movimientos culturales. Se escribía sobre eso. Ahora el norte académico es Estados Unidos. El campus estadounidense es más bien pausado. ¿Cómo cambia la literatura con ese nuevo norte?

Ahora la cosa está dividida entre España y Estados Unidos. Menos gente va a París. Hay escritores latinoamericanos que escriben sobre Madrid y otros, como yo, van a Estados Unidos. Hubiera querido ir a España, pero no tenía los medios. Estados Unidos te daba una beca, un trabajo como profesor de español y grandes bibliotecas. El camino de la academia no me funcionó. A muchos autores sí les funciona escribir así. Creo que más que una migración concentrada –como con París– hay muchas migraciones. Algunos también se van a Argentina. La literatura del migrante cambia, claro. Ya no es el París de Martín Romaña o de Carmen Ollé. Desaparece esa picaresca de los personajes de Bolaño o de Santiago Gamboa. Estados Unidos es una jaula dorada: tienes sueldo y no tienes precariedad. Es, más bien, el enfrentamiento al marasmo, al silencio del campus. Yo creo que escribo una contranovela de campus: lo salvaje llega al mundo del campus.

‘‘Yo no creo que uno tiene que renunciar a algo para ser escritor. Más bien, pienso que uno debe escribir y tomar decisiones a partir de ello’’.

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“Las cosas que vivo, las cosas que me pasan, siempre me hacen pensar en si darán o no darán para un libro”. Foto: Alejandra Devéscovi.

Si bien no te sentías cómodo en la academia, ¿por qué regresaste al Perú y no fuiste a otro lugar?

Porque no tenía otra opción. Sentí que en Boulder aprendí a leer muy bien, tuve profesores excelentes y cumplí mi objetivo de vivir unos años fuera del país. No fue mi lugar soñado, pero fue lo que me tocó. Yo me voy de la academia porque escribí allá. Terminé “Punto de fuga” y escribí las primeras páginas de “Contarlo todo”. De no haber sido así, probablemente me hubiera quedado. Yo no creo que uno tiene que renunciar a algo para ser escritor. Más bien, pienso que uno debe escribir y tomar decisiones a partir de ello. El mundo académico norteamericano es muy exigente y te obliga a especializarte. No me veía ahí y tampoco en buscar trabajos manuales en una ciudad grande. Nueva York era mi sueño, pero es carísimo. No existían escuelas de escritura creativa. Siguiendo el ejemplo de Alonso Cueto, dije: “Me regreso”. Pensé que luego podría saltar a otro país. En el Perú, “Contarlo todo” empezó a tirar, y me quedé en eso.

¿Quisieras volver a irte?

Sí, claro que sí. Aunque, claro, ahora es mucho más complicado.

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