“Ser pintado por Alice Neel”, escribió en una ocasión el diario “The New York Times”, “no lleva solo a una exploración del cuerpo, sino también del alma”.
La célebre artista estadounidense murió en octubre de 1984 a los 84 años, dejando como herencia cientos de pinturas, una existencia atormentada, intensa y algo trágica, y el orgullo de haber sido considerada “una verdadera bohemia”. Su obra incluye paisajes campestres y urbanos, naturalezas muertas, marinas, interiores y pinturas abstractas, pero su verdadera pasión fue siempre el retrato, imágenes de familiares, amigos, dealers, galeristas, vagabundos y hasta de estrellas porno que ella convirtió en estudios psicológicos a través de un estilo profundamente personal, no siempre apreciado, que la llevó a un lugar único en la pintura contemporánea.
Una espectacular selección de esos retratos está siendo expuesta actualmente –y hasta el 8 de octubre– en la Talbot Rice Gallery de la Universidad de Edimburgo, en Escocia, como parte de una serie dedicada a destacar el trabajo de artistas mujeres, y que en el pasado ha presentado la obra de Jane y Louise Wilson, Hanne Darboven, Jenny Holzer y Rosemarie Trockel, entre otras.
Titulada “Alice Neel: TheSubject and Me”, la muestra cuenta la historia de los turbulentos eventos que dieron forma a la vida y el trabajo de la artista, llevándola a crear una visión donde asuntos como familia, niñez, dolor, sexo y pobreza aparecen descritos con una inquietante y conmovedora candidez.
Neel siempre supo que quería ser pintora, y a los 21 años comenzó sus estudios en la Escuela de Diseño de Filadelfia, y luego en el Moore College of Art. Ahí conoció a Carlos Enríquez, un estudiante de arte proveniente de una importante familia cubana. La pareja se casó y tuvo dos hijas, Santillana, que murió a los 7 años; e Isabetta, que moriría dos años antes que su madre. El matrimonio terminó en divorcio años después, y eso dejó a la artista libre para iniciar una vida que, según dijo en una entrevista cuando era ya una anciana, fue “pura liberación femenina”.
Aunque nunca volvió a casarse, mantuvo una serie de relaciones que llevaron al nacimiento de otros dos hijos. En un ataque de celos, uno de sus amantes destruyó su ropa y varias pinturas con un puñal. Otro la persiguió, declarándole su amor hasta su muerte, a los 75 años. “Tuve una vida dura y pagué el precio, pero hice lo que quise. Soy una persona muy poderosa”, reconoció en una oportunidad.
Su círculo de amistades incluyó a Allen Ginsberg y Andy Warhol, y aunque fue parte fundamental de la bohemia neoyorquina durante décadas, a final de cuentas, en su existencia y su trabajo, fue siempre una solitaria.
Como todo en la vida, su obra estuvo sometida a un asunto de timing. Cuando comenzó a pintar, a mediados de los años veinte, el mundo del arte ya vivía sus primeros días de modernidad. La abstracción, y luego el expresionismo abstracto, estaban en boga; y la pintura tradicional, y en especial el retrato, tenían poco interés entre críticos, dealers y coleccionistas. Ella se burlaba de estas modas, diciendo que alguien podía colgar cabeza abajo el retrato que había hecho de su nieta y parecería una pintura abstracta.
Por Manuel Santelices
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