Para evocar su infancia en Chaclacayo, Armando Andrade rescata la tradición artesanal, la cosmovisión andina y el arte contemporáneo. El resultado es una casa que celebra la peruanidad.
Por Rebeca Vaisman / Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
No se debe volver al lugar donde uno fue feliz. Eso se dice. Pero es inevitable retroceder hasta aquellas dimensiones de nostalgia y placidez, cuya perfección quizá solo existe en la memoria. Armando Andrade quiso materializar el recuerdo: volverlo a tocar para, finalmente, habitarlo. Hace doce años se hizo de una casa en Chaclacayo, el lugar de su infancia, y determinó que el pasado y el presente la compartirían.
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“Los espacios también están ligados a las historias de las personas”, reflexiona Andrade bajo el techo de paja que protege del sol del mediodía. Está sentado en el comedor exterior (el único comedor de la casa), donde puede verse parte del jardín posterior y de la piscina. Es un día luminoso. “Este es un vecindario que yo habité de niño: viví aquí hasta la reforma agraria, y ese tiempo y este espacio me marcaron para siempre”, dice. Pero esta casa, hoy, no solo se relaciona con su memoria íntima, sino también con la historia del distrito, y del arte y la arquitectura peruanos.
Fue diseñada por Augusto Benavides en 1948. La mirada hacia arriba, hacia el ande; el deseo de recuperar lo americano y de plantear un estilo neoandino están presentes en esta muestra de su arquitectura. En esta casa, Benavides planteó ciertos ejes centrales: la recuperación del balcón, el jardín que rodea la casa, el techo con tejas y el trabajo casi a mano, a la manera de las construcciones populares en la sierra. La casa tenía más de cincuenta años cuando Andrade llegó a ella de la mano del arquitecto Óscar Borasino, quien se encargó de remodelarla. “En tanto es la recuperación de mi propio pasado, he traído lo que ya es mi vida: mi preocupación por la arquitectura y el diseño, y por entender de qué manera podemos introducir materiales nuevos en un espacio de esta naturaleza”, explica Andrade. Lograr una intervención respetuosa con las líneas matrices era necesario, tanto para el propietario como para el arquitecto.
La casa tenía tres frentes funcionales: dos quedaron idénticos (la fachada principal y el lado que tiene un balcón); se modificó la cara que da a la piscina y se creó una fachada posterior hacia el comedor y el taller de pintura y grabado. Borasino también utilizó fierro, un nuevo material que se adecúa a la piedra original y al clima seco. Pero mantuvo, por sobre todo, el lenguaje de la piedra. Y su diálogo con los cerros cercanos.
Una casa tradicional
Afuera, molle, jacarandá y buganvilia envuelven con color y olor la casa. El sonido del ferrocarril es esperado a la hora del té. La casa estimula una memoria sensorial en su propietario. Casi parece que fuera ayer. Casi. Porque este retorno no quiere ser una reproducción, sino que reconoce el paso del tiempo.
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“La zona cambió, pero también nosotros cambiamos”, explica Andrade. “Hay un viaje, definitivamente. Pero algo que me parece absolutamente central es mantener la conciencia histórica: la certeza de lo que tenemos y lo que somos”.
Una premisa era convivir con piezas tradicionales y hacer un homenaje al indigenismo. Otra, recuperar y poner en valor objetos y prácticas populares. Una visita a la Iglesia de San Pedro en Andahuaylillas inspiró la intervención que define la casa: los trazos del retablo ayacuchano que Alfredo López (nieto de Joaquín López Antay, creador de estos elementos pictóricos) pintó en los techos de la sala y del dormitorio principal son una espléndida sorpresa que da color y llena de energía el espacio. La casa tiene una mirada peruanista que no solo se posa en la artesanía, sino también en la pintura indigenista: allí están los cuadros de José Sabogal, Mario Urteaga y Macedonio de la Torre, y la pintura popular cusqueña. También están los múltiples objetos pertenecientes a la colección de Elvira Luza, que se encuentran con mobiliario de diseño, tras las macizas puertas tradicionales cusqueñas.
Se unen el arte contemporáneo de Armando Andrade Tudela, la mirada precolombina de Fernando de Szyszlo, las esculturas de Joaquín Roca Rey, y las piezas del cubano José Bedia y del español Manolo Millares. Una cerámica de Pablo Picasso descansa junto a una escultura de Antonio Pareja. Y no falta la cerámica hecha por el mismo dueño de la casa.
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Porque el recuerdo personal no se desdibuja. La historia simplemente se amplía. Como una casa que todo lo cobija.