La tarea de decidir por dónde empezar a la hora de hablar de Peggy Guggenheim no es menor. Tampoco lo es el esfuerzo por discernir qué datos dejar fuera, pues cada capítulo de su vida es más asombroso e inquietante que el otro. Su historia está plagada de anécdotas que involucran decenas de nombres de quienes, hoy en día, se erigen como las principales figuras del arte; nombres tan legendarios como, por ejemplo, Jackson Pollock, Vasili Kandinsky, Marc Chagall, Mark Rothko, Marcel Duchamp y Pablo Picasso. La mujer es el paradigma del escándalo, el cliché de lo estrambótico, y representa lo que, a falta de un mejor adjetivo, llamamos “excéntrico”; una palabra que, a modo de costal, alberga una serie de conceptos vagos que asociamos con lo que escapa de los parámetros de la “normalidad”, de lo que logramos categorizar.

“¿Liberación femenina? Yo era una mujer liberada antes de que existiera un término para eso”, escribió poco antes de morir.

“¿Liberación femenina? Yo era una mujer liberada antes de que existiera un término para eso”, escribió poco antes de morir.

Su colección de arte es tan fascinante como la historia de sus orígenes –el apellido Guggenheim es tremendamente significativo para el mundo artístico– y la de sus amores –desde su breve pero tórrido romance con el principal representante del teatro del absurdo, Samuel Beckett, hasta el amorío que tuvo con John Cage, a quien, según ella, no valía la pena añadir a su lista de amantes porque solo durmieron juntos una vez–. Tanto las conductas que adoptó como la gente de la que se rodeó, sus característicos lentes de mariposa y sus adorados perros Alpha Ipsos, su disposición a lo que muchos llaman promiscuidad y la apertura que tenía para hablar de ella hicieron de Peggy Guggenheim un ícono, cuya vida da para escribir cientos de biografías.

Más que simplemente una desfachatada, podría acusársele de hedonista, y seguramente no objetaría que se le asocie con ese calificativo. Aunque es necesario aclarar que Peggy representa un hedonismo más contemporáneo, como el que propone Michel Onfray, “del ser en vez del tener, que no pasa por el dinero, pero sí por una modificación del comportamiento.
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Lograr una presencia real en el mundo, y disfrutar jubilosamente de la existencia: oler mejor, gustar, escuchar mejor, no estar enojado con el cuerpo y considerar las pasiones y las pulsiones como amigos y no como adversarios”.
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En ese sentido, la gran mecenas del arte del siglo XX, definitivamente, hizo amistad con sus pulsiones y sus pasiones, y no se dejó martirizar por sus deseos, sino que, más bien, correspondió a ellos con absoluta devoción.

La emblemática imagen de Peggy y sus perros, en el techo de su residencia en Venecia, captada por el fotógrafo David Seymour, en 1950.

La emblemática imagen de Peggy y sus perros, en el techo de su residencia en Venecia, captada por el fotógrafo David Seymour, en 1950.

Pero lejos de sus excentricidades –ese aspecto suyo que atrae la atención de expertos y curiosos–, su valor radica en lo que hizo y, sobre todo, en el contexto en el que lo hizo. Su compromiso con el arte llevó a Guggenheim a ayudar a muchos artistas durante la Segunda Guerra Mundial. No solo hospedó en su departamento de Nueva York a aquellos que huían del régimen nazi, acusados de promover lo que Hitler consideraba “arte degenerado” –como André Breton, Piet Mondrian, Marcel Duchamp, Leonora Carrington y Max Ernst–, sino que custodió tras esas mismas paredes las obras que el Louvre no quiso recibir por no considerarlas verdaderas piezas artísticas.

Hija de la adinerada familia Guggenheim, Peggy tuvo una vida marcada por la tragedia desde sus inicios.
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Su padre, el más errático de los Guggenheim, murió en el Titanic, y, a pesar de que su hija recibió como herencia un par de millones de dólares, la suma no era nada comparada con la cantidad de dinero de la que gozaron sus primos.

Peggy, quien fue nombrada ciudadana honoraria de Venecia en 1962, tenía su propia góndola privada. “Adoro flotar hasta el punto en el que no puedo pensar en nada más hermoso desde que dejé el sexo o, mejor dicho, desde que el sexo me dejó”, escribió en una de sus cartas a un amigo cercano, en referencia a sus constantes paseos por el Gran Canal.

Peggy, quien fue nombrada ciudadana honoraria de Venecia en 1962, tenía su propia góndola privada. “Adoro flotar hasta el punto en el que no puedo pensar en nada más hermoso desde que dejé el sexo o, mejor dicho, desde que el sexo me dejó”, escribió en una de sus cartas a un amigo cercano, en referencia a sus constantes paseos
por el Gran Canal.

Después de terminar sus estudios, empezó a trabajar en una librería vanguardista. Entonces, fascinada por los recientes descubrimientos, decidió mudarse de Nueva York a París en 1929, en busca de algo que llenara su vida. Y lo encontró. En esa ciudad, estrechó lazos con los artistas emergentes y, posteriormente, deslumbrada con sus nuevas amistades, se mudó a Inglaterra. Allí, inauguró su primera galería, con una exposición de Jean Cocteau, el mítico artista y consumidor de opio empedernido. Luego vinieron Kandinsky, Alexander Calder, los cubistas Picasso y Braque, y Max Ernst, con quien se casaría años más tarde.

Posando para el lente del célebre fotógrafo vanguardista Man Ray, en 1924.

Posando para el lente del célebre fotógrafo vanguardista Man Ray, en 1924.

En 1941, regresó a su ciudad natal junto a Ernst y, en octubre del año siguiente, inauguró Art of this Century, la más famosa de sus galerías y también la de mayor aporte para la escena artística local e internacional. Allí, con asesores personales como Mondrian –el primero en advertir el talento de Jackson Pollock–, Breton y Duchamp –quien revolucionaría el mundo del arte con su controversial “Fountain” y demás ready-mades–, Peggy aprendió sobre el pujante arte moderno.

Por Vania Dale Alvarado

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