El clic, clic, clic del proyector de diapositivas instalado en una galería del segundo piso del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) lleva a los visitantes de inmediato al pasado, y las más de setecientas imágenes captadas por Nan Goldin, presentadas junto a una dramática partitura de óperas, blues, jazz y pop, de Maria Callas a The Velvet Underground, traen inevitablemente a la memoria un Nueva York que ya no existe, más brutal quizá que la magnífica ciudad de torres de cristal y acero que es hoy, pero también más humana.
La mayoría de las fotos fue captada entre fines de los años setenta, cuando Goldin llegó a Manhattan después de sus estudios de arte y fotografía en Boston, y principios de los noventa, cuando su estilo realista y sus temas relacionados con la vida bohemia de su círculo de amigos del Lower East Side ya la habían convertido en figura prominentes de la fotografía estadounidense contemporánea.
En una crítica reciente, “The New York Times” la llamó “la anti Cindy Sherman”, y explicó que, mientras Sherman –hoy en día la fotógrafa comercialmente más exitosa del mundo– ha dedicado décadas de trabajo a crear personajes y sets de fantasía con ella misma como protagonista, Goldin, que en ocasiones también aparece en su obra, ha hecho justamente lo contrario, y ha captado, con una sed extraordinaria, el mundo a su alrededor, a menudo en fotos sin filtro de ninguna especie, totalmente desprovistas de artificios, decoros o puritanismos, y ha creado una bitácora de la vida en un universo plagado de sexo, drogas, placer, violencia y desilusión. Una de sus imágenes más conocidas la muestra a ella misma en los años ochenta, con los ojos rojos y morados dos semanas después de ser víctima de una feroz golpiza.
Esa fotografía forma parte de “Nan Goldin: The Ballad of Sexual Dependency”, que se muestra en su forma original actualmente en el MoMA. Foto tras foto, clic tras clic, y durante 45 minutos, el observador va descubriendo un diario –la palabra que la propia artista usa para definirlo– de sórdida belleza y oscura excitación. El nombre de la obra viene de un segmento de “La ópera de los tres centavos” de Bertolt Brecht, y es curiosamente apropiado para imágenes que, detrás de su evidente sensualidad, esconden una historia de crueldad, dolor y hasta urgencia, todas marcadas por la adicción, primero, y luego por la llegada del sida.
En una entrevista de 1991 para la revista “Bomb”, Goldin recordó que la primera vez que tomó la fotografía en serio fue a los 18 años, en Boston, cuando estaba viviendo con un hombre de 30. Muchos de sus amigos eran dragqueens, y estaba profundamente influenciada por Andy Warhol, Federico Fellini y el trabajo de GuyBourdin y Helmut Newton en las ediciones francesa e italiana de “Vogue”. Todavía no tenía idea de los misterios tecnológicos de una cámara. Por eso tomó un curso con Henry Horenstein, quien, después de ver su trabajo, lo primero que le preguntó fue: “¿Conoces a Larry Clark?”.
Años antes, Clark había publicado “Tulsa”, un portafolio sobre juventud, delincuencia, drogas y violencia que fue fundamental en el desarrollo estético de la fotógrafa. Allí también conoció la obra de Diane Arbus, y, aunque asegura que es una gran admiradora de la que muchos consideran la fotógrafa estadounidense más importante del último siglo, Goldin señala que su trabajo con travestis no la impresiona. “Siento que ella trató de revelar a los dragqueens, y ese no es mi deseo. Mi deseo fue mostrarlos como un tercer género, otra opción sexual. Y mostrarlos con mucho respeto y amor, glorificarlos, porque realmente admiro a aquellos que se recrean a sí mismos y que manifiestan sus fantasías públicamente”, dijo en “Bomb”. “Siento tanto amor, respeto y atracción hacia las queens que no me gusta que ella (Diane Arbus) las desnude y las expongade acuerdo con sus propias preconcepciones respecto a quiénes son”.
La idea de un “diario” no es nueva para la fotógrafa. Aparte de capturar instantes, momentos, personajes y situaciones con su cámara de forma voraz, ha mantenido desde la adolescencia diarios donde escribe todo lo que le sucede. “Solía escribir cuando la gente me estaba hablando. Necesitaba escribirlo todo”, ha dicho. “El problema es que hay párrafos que no se pueden leer: estaba tan borracha… Después de estar en el hospital en Austin (en rehabilitación), algunos de esos diarios me ayudaron mucho para saber qué había sucedido. Me siento muy feliz de tenerlos, pero todavía no estoy lista para lidiar con ellos”. Ese diario visual que es “TheBallad…” es necesariamente distinto.
Por Manuel Santelices
Fotos cortesía del MoMA
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