Primera parte: Internacional
El 2016 no dio tregua a los melómanos del mundo ni durante sus estertores finales. No terminábamos de habituarnos a un planeta musical sin David Bowie, Prince y Leonard Cohen, entre tantos otros, y la realidad nos volvía a golpear en la semana final de un diciembre más oscuro y profundo que de costumbre con la partida inesperada de George Michael, responsable de tantos instantes eternos para el adolescente que aún llevamos agazapado en nuestro interior con canciones que nos ayudaron a llevar a la pista de baile (“Faith”) y, si andábamos afortunados, robarle un beso (“Careless Whisper”) a la chica imposible que nos inclinaba la cancha en aquellas décadas finales del siglo XX que hoy parecen estar más cerca de la prehistoria que de nuestra sombría actualidad.
El 2016, entonces, será recordado como un año de obituarios y panegíricos, pero la atmósfera enrarecida que rodeó a la industria y la escena musical no solo fue estimulada por el trabajo metódico de la parca, sino también por un entorno y una coyuntura más turbios de lo que cualquiera hubiera estado en condiciones de pronosticar apenas un par de años atrás. La crisis de los refugiados, la amenaza del yihadismo musulmán, el ascenso de la extrema derecha en Europa y el triunfo de un sujeto pintoresco e impredecible como Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos: todo eso ha creado una sensación de caos y desaliento, de pesimismo y resignación, que también se ha visto reflejada en algunos de los lanzamientos musicales más trascendentes de los últimos doce meses. No es casualidad que muchos de los discos que ocupan los primeros lugares de nuestra lista de favoritos sean abiertamente confrontacionales y que no esquiven los grandes tópicos que hoy afectan a las sociedades occidentales, como en el 2015 lo hiciera Kendrick Lamar con su ya clásico “To Pimp a Butterfly”.
Hablamos, claro, de la enorme Beyoncé con “Lemonade”, una obra mayor dentro de su notable discografía; de Anohni (la nueva encarnación de Antony Hagerty luego de su transición de género) y su devastador “Hopelessness”; de los memorables testimonios finales dejados por David Bowie y Leonard Cohen, quienes no renunciaron a sus compromisos con la creación, la palabra y el sonido aun sabiendo que sus horas finales se aproximaban; de PJ Harvey y esa suerte de “periodismo musical” que puso en práctica en el estupendo “The Hope Six Demolition Project”, un álbum inspirado en las historias recogidas por la artista en sus visitas a lugares como Kosovo y Afganistán; del “rock and roll de protesta” de sólida estirpe norteamericana de Drive-By Truckers, Sturgill Simpson o Cass McCombs; en fin, de tantos discos que buscaron reflejar, interpretar y procesar el “signo de los tiempos” que estamos viviendo.
Pero en medio de todo también hubo lugar para el escapismo y la celebración, para el eclecticismo y el baile desenfrenado: Car Seat Headrest nos devolvió a los años de gloria del sello Matador Records y el “alt rock” noventero con su incendiario “Teens of Denial”; Chance the Rapper utilizó toda la tradición del hip hop como un fascinante lienzo para iluminarnos con su “Coloring Book”; Solange demostró nuevamente que es mucho más que la cuñada de Jay Z con un disco que terminó ocupando el primer lugar en las listas de fin de año de medios tan relevantes como “Pitchfork” y “Spin”; los Savages y Manequin Pussy nos invitaron a poguear en la comodidad de nuestros dormitorios; y Rihanna hizo transpirar al planeta entero con la mejor y más adictiva producción de su carrera.
Fue, como casi siempre desde hace un par de décadas, un gran año para el hip hop y el R&B, con regresos esperados (Frank Ocean) e inesperados (A Tribe Called Quest, De La Soul); discos que dividieron a los fanáticos y desafiaron a la cátedra (Kanye West, para variar; pero también Danny Brown o Death Grips) y artistas que reafirmaron sus virtudes ya conocidas con trabajos imprescindibles (Charles Bradley, Esperanza Spalding, Michael Kiwanuka…).
Finalmente, así como lloramos a las viejas glorias que partieron, también celebremos la vigencia de aquellas que todavía siguen entre nosotros, produciendo y tocando con el mismo vigor de sus años de esplendor, como Paul Simon, Iggy Pop, Lucinda Williams o Brian Eno, todos responsables de discos realmente brillantes durante el año que ya se acaba.
El 2016 fue un año agridulce, en el que se editaron producciones fantásticas y Bob Dylan fue reconocido merecidamente con el Nobel de Literatura, pero que todos recordaremos con amargura por la abrumadora cantidad de grandes maestras y maestros que perdimos para siempre. Que el 2017 nos regale más discos, más canciones, más conciertos. Para que la tristeza sí tenga fin.