Decir que siempre se van los mejores es un lugar común. Pero es imposible desterrar esta frase ante la partida de Emilio Soyer, quien nos dejó el pasado mes de febrero. “La arquitectura es vida, al menos para mí”, dijo a esta revista hace poco más de un año. Recordamos algunos hitos de su carrera para rendirle homenaje.
Por Laura Alzubide
Ha muerto Emilio Soyer. El vacío que ha dejado es grande. Atrás quedan los encuentros, las conversaciones y la sensación de haber conocido a un hombre extraordinario. Era amable y sencillo. Pero, sobre todo, inolvidable. Su relación con CASAS era larga, y databa de la primera edición. “Aunque el limeño siempre ha sido muy tradicional en sus gustos y costumbres, ahora hay un deseo por la nueva modernidad”, dijo en aquella ocasión, a propósito del diseño de casas, cuando corría el año 1996.
Una modernidad a la que él contribuyó con su ambición de alcanzar la belleza. Muy pronto había comprendido que había que reivindicar la tradición peruana –le impresionaba la belleza de Wiñayhuayna y Puruchuco–, y traerla a la modernidad. En su obra, se cita la volumetría de Frank Lloyd Wright y el aprovechamiento de la luz de Luis Barragán. “El mundo no es un borrón y cuenta nueva”, señaló en otra entrevista, algunos años después. “Uno no puede tener un árbol sin raíces, así como una sociedad no puede dejar de lado su historia. Es parte de lo que somos”.
Soyer era un viajero empedernido. A veces, visitaba Europa sin saber la fecha de regreso. Como cuenta su sobrina, la diseñadora Ana Vega Soyer, era un poco bohemio. Algo que no le impidió entregarse con tenacidad a su profesión. “Siempre estaba en su estudio”, recuerda. “Me decía que el éxito se basaba en el trabajo, aunque también lo hacía porque le gustaba. No era un hombre visiblemente apasionado. Era algo interior. Como persona, era un ejemplo a seguir. Transmitía nobleza y honestidad. Era un caballero”.
Esas cualidades lo convirtieron en una persona muy querida entre los arquitectos. En la Universidad Nacional de Ingeniería, donde estudió a mediados de los cincuenta, compartió las aulas con Franco Vella, Frederick Cooper, Antonio Graña y José Bentín, en una de las generaciones más brillantes que ha dado la arquitectura peruana. Entre 1969 y 1972, trabajó con Miguel Rodrigo Mazuré y Miguel Cruchaga. Juntos diseñaron un conjunto de viviendas sociales en el Callao, gracias al cual recibieron el Premio Chavín, y el Ministerio de Pesquería (actual Ministerio de Cultura) y el Hotel de Turistas de Puno, emblemas de su época.
“Emilio tenía una profunda serenidad interior”, recuerda Cruchaga. “Parecía vivir en trance de meditación. Asumía su trabajo con enorme concentración. Se daba mucho tiempo para analizar en detalle todo lo que hacía. Tenía un gusto exquisito y su vocación estaba totalmente focalizada en la arquitectura. En su obra, escogió un camino distinto, en sintonía con lo que iba pasando en el mundo, y lo desarrolló con un talento extraordinario”.
Su trayectoria fue larga y fructífera. En 1969, obtuvo el Hexágono de Oro por la Casa Velarde en la I Bienal de Arquitectura del Perú; en 1987, el premio de la Bienal de Arquitectura de Chile por el edificio Ajax-Hispania; en 2004, el Premio a la Trayectoria en la Bienal Iberoamericana de Arquitectura que se realizó en Lima. Sin embargo, los galardones que recibió en vida no hacen justicia a lo que fue: una persona tan excepcional como su arquitectura, capaz de dejar una estela de recuerdos imborrables.
Artículo publicado en la revista CASAS #243