Ubicado en el malecón de Barranco, la casa del arquitecto Vicente de Szyszlo goza de una vista singular. No solo en el exterior, donde los rayos del sol, al caer, reflejan su luz sobre el mar barranquino. El interior de su apartamento, también, es digno de contemplar en cada detalle. Cuadros, esculturas, dibujos y accesorios hechos por su padre, el artista Fernando de Szyszlo, decoran el lugar y crean una sensación similar a la de estar en un museo. Pero esta vez no hablaremos de su padre. Hoy, mientras se acomoda en un amplio sillón, Vicente quiere evocar a su madre, la poeta mayor del Perú, Blanca Varela.
Barranco, el hogar
“Le gustaba mucho la vista, la disfrutaba mucho”, recuerda De Szyszlo. Cuenta que hubo una época, en los últimos años de vida de su madre, en los que ella prefería estar todo el tiempo en casa en vez de salir, que “no se separaba de ella”, comenta. “Escribía en su dormitorio y por las tardes bajaba a recibir a sus amigas en la sala”. A su apartamento podían llegar las escritoras Giovanna Pollarolo, Carmen Ollé o la fotógrafa Alicia Benavides. O también las “amigas no literarias”, como las llama De Szyszlo: señoras como su madre que iban a tomar el té, conversar de cualquier cosa y ver el atardecer.
La casa de la poeta siempre fue muy frecuentada. Muchos años antes, cuando Vicente tenía apenas 11 años, rememora las noches en las que él y su hermano, Lorenzo, se quedaban despiertos hasta muy tarde. “Era parte de nuestra diversión escuchar lo que conversaban los adultos hasta que se iban”, expresa. Los “adultos” eran, nada menos que, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, Álvaro Mutis, Emilio Westphalen, José María Arguedas, Sebastián Salazar Bondy, entre otros intelectuales de la época que eran amigos de sus padres. “He visto a Pablo Neruda en mi casa cuando tenía 10 o 12 años. Mi hermano y yo sabíamos que las visitas eran algo especial, pero no sabíamos por qué”, revela.
Blanca, amiga y terapeuta
De niño, Vicente quería ser escritor. En la época del colegio escribía pequeños cuentos o capítulos de una novela que nunca terminó. “Creo que hacía eso deliberadamente buscando acercarme a ese lado de mi mamá”, admite. De esa manera, la afinidad que había entre la poeta y su hijo se fue estrechando. “Los dos éramos alegres, conversábamos de cualquier cosa y, de alguna manera, me proyectaba en ella”, explica.
La relación filial se fortaleció con los años y se convirtió también en amistad. “La recuerdo sobre todo como una amiga cercana. Y era una amiga con quien además compartía amigos”, indica. En las reuniones en casa, llegaban amigos de Vicente que a la vez conocían a Varela, como el doctor Max Hernández, el artista Piero Quijano o el arquitecto Emilio Soyer.
Muchas de las personas que iban a su casa, según Vicente, lo hacían simplemente para escuchar a Varela. “Mi madre era muy buena consejera. Mucha gente la buscaba para plantearle sus problemas”, expresa. Incluso hubo un tiempo en el que, animada por el doctor Max Hernández, “participó como terapeuta en una especie de clínica o taller donde trataban problemas de adicciones o algo similar”, revela. Su tarea era escuchar a extraños contar sus problemas. “Hacía el tema de otros algo personal y, además, era muy discreta”, agrega.
Archivo y reconocimiento
Han pasado 10 años desde la muerte de Blanca Varela y a su hijo aún le cuesta mucho leerla. “Son poemas que están hechos para golpearte y golpean bien”, admite. Uno de aquellos es Casa de cuervos, que hace referencia a la maternidad y al duelo. “Creo que hay una relación muy fuerte con la muerte de Lorenzo (su hermano, que falleció en un accidente aéreo). Hay mucho dolor. La vida está llena de dolor, desgraciadamente”, se lamenta.
Sus esfuerzos, en todo caso, están por preservar el archivo de la poeta, que está en su poder. Se trata de llegar a un acuerdo con alguna institución cultural que desee analizar y clasificar el material que quedó de Varela. “Hay variantes de poemas ya publicados, pequeños versos sueltos y, sobre todo, prosa. Lo más extraño que hay es algo que parece una novela”, revela. Asimismo, la existencia de correspondencia es abundante, de acuerdo a De Szyszlo. Hay cartas de Cortazar, de Octavio Paz, de Vargas Llosa y, sobre todo, de Emilio Westphalen, que fue muy amigo de su madre.
Por André Agurto