Publicar un libro de arquitectura es una manera de perpetuar la obra. Pero, también, de ensayar una nueva perspectiva sobre el pasado. A propósito del lanzamiento de su último libro, Mario Lara recuerda los proyectos que lo han hecho más feliz y lo que le disgusta más de la Lima de hoy.
Por Laura Alzubide / Retrato de Víctor Idrogo / Fotos de Alex Kornhuber
Hay una leyenda urbana que dice que ha diseñado más de cuatrocientas casas y edificios. Aunque nació en Bolivia, Mario Lara es uno de los arquitectos más prolíficos que ha dado el Perú. Tiene casi tantos detractores como admiradores. Y, entre los clientes, estos últimos son legión. Es habitual encontrarse con su sello en las fachadas de los distritos más pudientes de Lima. Techos altos, molduras en las puertas, ventanas con cornisas. Un lenguaje propio e identificable. Pero, ¿cómo se hizo el estilo Mario Lara?
No siempre fue un arquitecto exitoso. Su padre lo trajo a Lima porque, en el primer año de carrera en La Paz, se dedicó más a divertirse que a estudiar. La Universidad Villarreal, donde continuó su formación, era una institución pequeña. “Teníamos muy buenos profesores, se habían formado en Estados Unidos y eran sumamente prácticos”, dice Lara, antes de revelar una curiosa anécdota. Un día, le llamaron para decirle que debía abandonar la arquitectura y dedicarse a otra cosa. No le sentó bien y se presentó a un concurso externo para hacer una caseta de información turística. Lo ganó y le pidieron disculpas.
Las primeras luces
Se graduó con una tesis sobre vivienda social en el Perú. De inmediato, tras el terremoto de 1970, comenzó a trabajar en la reconstrucción de Huaraz. Le recomendaron nacionalizarse peruano y le nombraron jefe del Departamento de Arquitectura del Ministerio de Vivienda. Permaneció allí dos años. En realidad, estaba ahorrando para irse a Europa. Se mudó a España en 1974, donde se convirtió en socio del arquitecto madrileño Alfredo Pérez de Armiñán, haciendo sobre todo planes parciales de ordenación territorial.
En 1984, regresó al Perú. Fernando Belaunde era presidente. Sentía que se había abierto el horizonte. Pero, a pesar de las expectativas, no todo era como se imaginaba. Lima era una ciudad fracturada y estaba creciendo de manera caótica. Al principio, no lo conocían. Su nombre solo empezó a sonar cuando el edificio de la calle Bresciani, en el que hoy se encuentran sus oficinas, salió en “El Comercio”. Por aquel entonces, en 1990, su estilo ya estaba definido. El lenguaje de las molduras y las cornisas. La inspiración colonial.
“Queremos mantener el hilo con el pasado”, escribe Lara en el prólogo del libro que recoge sus últimos trabajos. “Que el eco de nuestros abuelos se siga oyendo en nuestras casas. Sigo siendo un arquitecto que cree en las tradiciones. Se puede ser todo lo moderno que se quiera, pero no es posible ir sin más hacia el futuro. Aceptar el hecho de la globalización no significa desarraigo, dejar de analizar el propio medio, ni olvidar dónde se está. Lima es una ciudad donde quedan más de doscientos complejos arquitectónicos precolombinos. (…) Nuestro estudio le debe mucho a elementos tradicionales de la arquitectura peruana”.
A diferencia de los arquitectos modernos, a Mario Lara no le gusta la palabra “espacio”. Prefiere hablar de cuartos, habitaciones, patios, zaguanes. Términos específicos, claramente identificables. Admite que le encantan los muros. Los considera un elemento “que da intimidad y hace la vida amable”. Y cita aquella sentencia de Louis Kahn que dice que lloran de dolor cuando se les abre una ventana. También podría haber citado otra de sus célebres frases: “El sol nunca supo de su grandeza hasta que incidió sobre la cara de un edificio”.
“Creí que era necesario hacer una arquitectura más compuesta”, cuenta Lara. “Cuando me preguntan sobre mi estilo, siempre digo que las fachadas son las que configuran la ciudad. Son el interior de la ciudad. Puede que algunos de mis edificios tengan molduras y jambas que te dan un sentido del orden. Pero, en arquitectura, las cosas que parecen un adorno son muy útiles. Por ejemplo, algunos elementos como las cornisas son útiles, porque cuando hay lluvias las fachadas quedan limpias”.
El otro Mario Lara
Sin embargo, los proyectos que le han hecho más feliz no son los que le han dado más dinero. El colegio que diseñó ad honorem con cañas de Guayaquil, en un terreno de Máncora lleno de algarrobos, es uno de ellos. El otro es una urbanización de interés social en Ica a partir de viviendas modulares. Confiesa que le ha dado muchas satisfacciones. “Organizar el sistema prefabricado, ver cómo se transportaban desde la fábrica las casas ya listas”, enumera. “Es verdad que no tiene mucho movimiento. Me preocupaba que la repetición de las casas no quedara bien. Así que empezamos a hacer barrios por colores, y el color me salvó”.
Mario Lara no es ajeno a lo que está sucediendo con Lima. En sus declaraciones de los últimos años, ha demostrado su preocupación. Lo que vio cuando regresó al Perú, en 1984, fue tan solo el inicio de un proceso de degeneración que no parece detenerse. ¿Qué haría ahora, por ejemplo, con el centro de la ciudad? “Restaurar las fachadas”, responde, tras vacilar un poco. “Es un desastre. La última vez que fui, las losetas de las veredas estaban pintadas de rojo. Y, siento decirlo, deberían prohibir los grafitis. Aunque se encuentren en la pared de un estacionamiento. El Centro de Lima es un lugar monumental”.
En este sentido, quizás el tema sobre el que más se ha pronunciado es el de la Costa Verde, a pesar de que él mismo ha sido cuestionado por construir uno de sus últimos edificios en el acantilado. “Algunas veces, he planteado poner un paseo peatonal elevado con techo en las vías que se encuentran en el lado del acantilado, y hacer puentes desde allí hasta la playa”, explica. “Así, la gente pasearía, como en el High Line de Nueva York. De esta manera, se conseguiría una zona peatonal muy limpia. Pero la idea nunca ha prosperado”.
No muy lejos de su oficina, se levanta uno de los edificios más polémicos de los últimos años: la UTEC, el último RIBA International Prize, amado y odiado por igual. Un diseño sobre el que, por supuesto, Mario Lara tiene una opinión propia. Y no es favorable. “Es una arquitectura gris, triste, y no me importaría si no estuviera ligada a Barranco”, sostiene. “Insertar ahí una figura tan fuerte, tan desmedida, no parece ser muy respetuoso. No le hace bien a Barranco. Pero, en fin, hay muchas cosas que no le hacen bien a Barranco”.
Como le sucede cuando se considera su obra, él también tiene opiniones radicales. Opiniones que no dejan indiferente a nadie.
Publicado en la revista CASAS #245