Su obra El Plebeyo, basada en la vida de Felipe Pinglo, acaba de cerrar una corta y exitosa temporada en el Teatro Municipal, y es posible que salga de Lima, pero Tolentino –una voz experimentada y autorizada en el rubro– no se toma el tiempo de celebrar: en su opinión, el teatro peruano parece tropezar consigo mismo.
Por Dan Lerner Fotos de Diego Valdivia
La sala del departamento de Carlos Tolentino es pulcra y luminosa. Nos recibe con una sonrisa, un gesto amable y, después de una breve introducción, nos presenta a su gato, Machito, mientras intento salvar mi grabadora de sus ágiles patas. La sala de Tolentino y él tienen algo en común: sus palabras están organizadas con un orden casi matemático, igual que sus muebles y libros.
“El éxito de una obra de teatro, desde mi punto de vista, no se mide por la cantidad de entradas vendidas, sino por el impacto social que deja. Prácticamente hemos llenado el Teatro Municipal todas las noches, a pesar de las huelgas, y fue interesante porque dentro de la obra hablamos de un movimiento obrero, de la lucha por la jornada de ocho horas, lo cual generó un rebote muy interesante en el público”, afirma Tolentino, que ha dirigido decenas de montajes en nuestro país.
Lo que está claro es que, sea cual fuere el punto de vista desde donde se le mire, El Plebeyo ha sido una obra exitosa, en un gran teatro como el Municipal, y en una plaza –la limeña– que no es particularmente teatrera. Si la asiduidad con la que el peruano promedio acude al teatro es muy baja, los musicales son aún más marginales. Sin embargo, el público se ha visto atraído por una historia que habla, como dice el mismo director, de muchos temas que tocan fibras: “Felipe Pinglo no se muere de tuberculosis, solamente. Se muere de pobreza. Y en este país la gente se sigue muriendo de pobreza. Y no solo físicamente, sino mentalmente. Es una obra que habla de la muerte, de la presencia de la madre y de la ausencia del padre”, asegura el director.
“Si hay una cosa que me encanta de esta obra es cómo todas las razas que tenemos en el Perú, todos los colores de nuestra sangre, están presentes en el escenario”, agrega, orgulloso. El Plebeyo, una historia en la que la música posee un lugar absolutamente protagónico, tiene un acercamiento hacia una dramaturgia criolla que no se ha estudiado lo suficiente, y que no ocupa el lugar que debería en nuestro país. “Me interesa mucho el tema de lo criollo porque soy mestizo. Lo criollo no es solo la música o lo gastronómico, sino, como ha sucedido en otros lugares, que exista un teatro criollo, el del conventillo, donde recoges figuras estereotipadas, pero con un arraigo tan profundo que el espectador se siente identificado”, afirma. Ese espacio aquí no existe, o, en todo caso, está muy poco desarrollado.
Optimismo desbordado
Tolentino no es un tipo particularmente conservador, aunque está claro que su formación profesional –es profesor universitario hace muchos años– le hace tener un acercamiento académico y profundamente estructurado al teatro. “No podría dirigir si a la vez no ejerciese la docencia. El ejercicio académico es primordial. Y ambos oficios son parecidos en el sentido de que en clase tengo un público, ejecuto el interés, tengo una línea dramática. El punto en común es la verdad. Si vives lo que estás haciendo y lo percibes en ese instante como verdad, se te queda. Eso sucede en el aula y en el teatro”, dice Carlos.
Quizás sea ese acercamiento crítico el que lo lleva afirmar que vivimos una ola de optimismo con respecto a la situación del teatro en nuestro país, una ola que invita a pensar que estamos experimentando una suerte de revolución positiva, cuando la realidad es bastante distinta. “Hace un tiempo conversaba con una persona y me hablaba del boom del teatro, me decía que el teatro estaba muy bien. Y yo pensaba: ‘¿Dónde está bien?, ¿dónde hay más teatro?’. Creo que es muy bueno que la gente escriba teatro, porque hay una movida muy buena de escritores, pero también es cierto que se premia con condescendencia, solo porque hay que premiar. Hay demasiado optimismo; yo desconfío de ese optimismo”, sentencia Tolentino.
Los complacientes, en este caso, serían quienes se encargan de manejar los concursos, pero también existe una tendencia en el público a creer que todos los productos son buenos. “La gente aplaude a rabiar porque ha pagado más de cien soles por su entrada. El teatro te debe sublevar: si entras a una obra y sales siendo el mismo, quiere decir que no ha funcionado”, dice, y da a entender que eso no sucede muy a menudo en nuestra escena.
Pero desconfiar del optimismo no es ser pesimista. Al contrario. Tolentino no lo dice, y probablemente no lo dirá nunca, pero su constante trabajo, tanto en la docencia como tras bambalinas, es una muestra de confianza en sí mismo y en el papel que cumple el arte. “La idea es que ‘El Plebeyo’ salga de Lima a un par de ciudades de provincia”, finaliza, con cierta ilusión, porque una de sus ideas principales es que el teatro viaje, se expanda, siga conquistando a los peruanos y los vuelva más críticos, inquietos, y menos complacientes.