En octubre próximo, el Museo Thyssen-Bornemisza inaugurará una amplia exhibición con más de un centenar de obras que exploran la intensa relación artística entre Pablo Picasso y Henri de Toulouse-Lautrec. Aunque nunca se conocieron, ambos compartieron una ruta artística y un mapa de obsesiones.
Por Manuel Santelices
Bohemios, ávidos de placer, fascinados por las mujeres y el erotismo, el espectáculo, la vida nocturna y la demencial diversión del teatro y el circo, las coincidencias entre ambos artistas son tantas que resulta imposible creer que, hasta la fecha, no hayan sido puestos frente a frente en una exhibición.
Aquí están ahora, sin embargo, a punto de iniciar un espectacular mano a mano el 17 de octubre en los salones del Museo Thyssen-Bornemisza, en Madrid, en la muestra Picasso/ Lautrec, donde más de un centenar de obras de ambos artistas serán colgadas unas junto a las otras para hacer una exploración de cómo los dos, decididos a llevar la pintura a la modernidad, captaron obsesiones compartidas.
Para cuando Picasso llegó a París por primera vez, en octubre de 1900, Lautrec ya se encontraba muy enfermo (murió apenas un año después). Su obra radical y revolucionaria tuvo un gran impacto en el joven Picasso, y aunque en el camino de sus vidas nunca hubo un encuentro, en el de su arte jamás estuvieron totalmente separados. Los dos fueron genios precoces y, en sus respectivas juventudes, rechazaron toda la enseñanza académica que recibieron, lo que les permitió crear su propio y revolucionario estilo.
El dibujo fue pieza fundamental de sus respectivos trabajos, y en muchos casos sus obras más conocidas llegaron acompañadas de cuadernos completos de bocetos y pruebas. Ambos dibujaron obsesivamente durante toda su carrera, que en el caso de Lautrec duró apenas quince años, mientras que la de Picasso se extendió durante seis décadas.
Prolíficos y rebeldes, los dos fueron a su modo un tipo de hombre alfa, los Hemingway de la pintura. El humor también fue una característica en común y, por lo mismo, no es extraño que hayan recurrido a la caricatura como una forma de explorar a sus modelos.
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Lautrec realizó también muchas caricaturas de sí mismo, haciendo alarde de su aspecto inusual.
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Por su parte, en un guiño a su ídolo, Picasso realizó un autorretrato en 1901, donde aparecía en un salón rodeado de prostitutas, parecidas a las que poblaron el paisaje artístico de Lautrec. La noche parisina fue una gran seductora y una constante fuente de inspiración que les permitió a los dos romper con las severas reglas que hasta entonces regían el universo artístico.
Si Lautrec elevó ambientes marginales y bohemios a la categoría de galerías y museos, Picasso terminó la tarea exagerando el aspecto caricaturesco de los personajes que encontró en sus bacanales de Montmartre y Pigalle, convirtiendo sus rostros y, más sorprendente aún, sus hábitos, en objetos de curiosidad y hasta admiración para la élite. Asuntos como la pasión sexual, la infidelidad y el deleite erótico dejaron de ser tabú gracias a obras como Moulin Rouge, de 1901, La espera (Margot) o Los clientes, todas del mismo año.
Aunque según los curadores de la muestra en Madrid, Francisco Calvo Serraller y Paloma Alarco, la prostitución fue uno de los temás que más tenían en común Picasso y Lautrec, la mirada de ambos fue muy distinta. Lautrec vivió junto a ellas durante un año en un burdel de la Rue des Moulins, y las retrató con simpatía y solidaridad mientras se aseaban, se vestían o simplemente se aburrían lanzadas en un diván, en cuadros como Esas damas en el comedor, de 1983, o Mujer rizándose el pelo, de 1891.
Para Picasso, en cambio, estas mujeres fueron la mayor parte de las veces un festín listo para ser devorado, una postal femenina que bordeaba la pornografía. Durante las ferias de arte, estas pinturas quedaron relegadas principalmente a las “salas reservadas”, una práctica ocultación que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX y que afectó la obra de los dos pintores.
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En 1884, Lautrec creó Venus de Montmartre, un potente desnudo que barrió con cualquier canon que hubiera existido hasta entonces respecto a este tipo de pintura. El erotismo de Picasso fue todavía más carnal y, como explican los encargados del Museo Thyssen-Bornemisza, violento, con figuras excesivas y desfiguradas, no muy distintas a las que aparecen en su famosa obra Les demoiselles d’Avignon.