Su padre, italiano, peleó por su país en la Segunda Guerra Mundial y fue detenido por el Ejército Aliado. Elda nació en un campo de concentración estadounidense, atendida por un médico japonés. Muchos años más tarde, en Lima, se casaría con el artista Venancio Shinki, hijo de japoneses, que antes había sido su profesor. Ella dice que eso fue una señal. Se acaba de presentar “Shinki-Di Malio”, un libro que reúne y analiza, por primera vez, la obra plástica de ambos. Elda se inspiró en sus sueños para conseguir una voz en su arte. Dice que hubo una época en la que sus cuadros eran angustiantes.
Por Gabriel Gargurevich Pazos
La casa de Elda está rodeada de parques por los que suele perderse caminando. La casa de Elda es grande y llena de cuadros y muebles preciosos, antiguos, algunos traídos de India. Los cuadros son de ella y de su marido, Venancio Shinki, que falleció hace diez meses. Ella está ahora sentada en un sillón de cuero marrón, viste una casaca negra y una bufanda roja; sus pies descansan encima de un banquito de madera con un toque oriental y está cubierta por una gruesa manta. Me recibe con una sonrisa apacible y es como si fuéramos las únicas personas en el mundo; un gato salta a su regazo. Qué linda casa tienes, le digo. Ella responde: Mi casa es el jardín que tiene. ¿Los artistas tienen una conexión especial con la naturaleza? Depende del artista, dice ella, con un brillo juguetón en los ojos, enmarcados por su corto pelo blanco. Ahora los artistas están pegados a las nuevas tecnologías. No es el caso de ella, que no se lleva bien con el smartphone. Elda prefiere perderse en sus pinturas nebulosas, como el cielo limeño, difuso. Lima es una ciudad sumergida en invierno, y a veces también en verano. En la mesita que está frente a ella descansa “Shinki-Di Malio”, el libro que reúne y analiza, por primera vez, la obra plástica de ambos. El Instituto Cultural Peruano Norteamericano rinde homenaje a la pareja de artistas con esta publicación, que incluye además un ensayo crítico del reconocido historiador del arte Luis Eduardo Wuffarden y una selección cronológica del trabajo más representativo de ambos pintores. Empezamos hablando de su obra, relacionándola con el invierno nostálgico de la capital.
–¿Pintar tiene que ver con encerrarse en uno mismo?
–Siempre me gustó encerrarme en mí misma, pero tampoco… No siempre es invierno, también está el verano. Toca encerrarse en uno mismo cuando hay algún proyecto que trabajar; la soledad es muy importante para el artista.
Elda sonríe cuando dice que hizo varios “primeros años”. Su padre, Donato, un italiano severo, no quiso que estudie Medicina, tampoco en la Escuela de Bellas Artes. Pero, contradictoriamente, la animó a que estudie en institutos de arte. Así que, al terminar la secundaria en el colegio Raimondi, estudió en el Taller Suárez Vértiz por un año; luego se fue a estudiar arte a Italia, a Perugia, también por un año; regresó a Lima y entró a un taller que se había abierto en el Museo de Arte, pero al año lo cerraron. Lo bueno es que pudo aprender de distintos profesores. Y obtuvo lo mejor de cada uno.
–¿Venancio fue tu profesor?
–En 1967. Luego de un año de estudiar en la escuela del Museo de Arte, los alumnos, que éramos un montón, nos quedamos en la calle. Entonces, ahí se funda la Asociación Jueves, que tenía un taller de pintura, pero no un profesor, en realidad. Así que llamamos a Venancio para que venga a enseñar. El taller de pintura lo organizó él, en verdad, en el patio. Después se hacía teatro, danza, música; había un coro que se hizo famoso, El Coro de Jueves, no solo en el Perú, sino también en el extranjero. Era una época realmente linda.
Venancio Shinki llegó a la casa de la primera cuadra de la avenida Conquistadores, donde se ubicaba la Asociación Jueves, justo cuando se iba a celebrar la ceremonia del té, un ritual que se empezaba a hacer costumbre entre los alumnos. Venancio tenía entonces treinta y seis años y el ceño fruncido, como la estrella de una película de artes marciales que se concentra para una escena peligrosa. Ella, Elda, tenía veintidós años y una sonrisa fulgurante que iluminaba todo el salón; sin dejar de sonreír, le dijo a su amigo Enrique, susurrando: Él debe ser el que va a oficiar la ceremonia del té. Y Enrique, aguantándose la risa, respondió: No, él es el profesor de pintura, ¡es Shinki! Por favor, anda atiéndelo. Entonces, Elda se acercó a Venancio, pícara, ratonil. Al poco tiempo se enamoraron. Pero antes de eso, Venancio, le dijo: Estás perdiendo el tiempo aquí. ¿Por qué no vas a estudiar a la Escuela de Bellas Artes?
–Le hice caso y postulé. Pero no hice ni el primer ni el segundo año; pasé directamente al tercero.
–¿Dirías que tus pinturas son un grito que tenías que sacar? ¿O son más bien una alegría que tenías que exponer?
–Con el tiempo tal vez se volvieron un grito que tenía que sacar. Me sucedió cuando terminé Bellas Artes, en realidad; cuando estás en la escuela tienes un profesor que te guía, una modelo, un bodegón, o lo que fuera, y, más o menos, imitas la naturaleza, la interpretas. Pero yo me dije: Caramba, es el último año de escuela, ya voy a salir y no me voy a pasar la vida haciendo bodegones, figuras humanas, todo esto. Yo quiero sacar algo mío. Así que me pasé todo el verano dibujando, del quinto al sexto año, dibujando, dibujando cualquier cosa; era tal mi obsesión que empecé a soñar con imágenes, dibujos… Fue así como nació mi pintura, a través de sueños. Hubo una época en la que veía angustiante mi pintura; hubo gente que me dijo que a veces tuvo que apartar la mirada del cuadro porque no podía resistirlo.
–¿Fueron una pareja explosiva Venancio y tú? ¿Vivieron una vida bohemia?
–No, no para nada. Al contrario, creo que hemos sido bien relajados y tranquilos. Éramos explosivos aquí, en casa, dentro, con nosotros mismos, porque yo soy explosiva… Puedo ser muy tranquila pero cuando llega el momento de explotar, exploto. Venancio se callaba, era más bien una explosión interna, y eso era peor –dice, sonriendo.
–¿Alguna vez se tiraron los platos?
–No, no. Algunas veces le mandaba escritas algunas cosas… Escritos, garabatos, dibujos, mensajes muy fuertes, algunos los tengo yo, otros se los mandaba directamente a Venancio. Se las dejaba en un sobre, allá arriba. El trabajaba arriba, en el segundo piso, y yo abajo.
–¿Cómo reaccionaba él frente a eso?
–Te voy a contar un último mensaje, gracioso. Cuando me molestaba, nos peleábamos o algo, y yo terminaba furiosa… Había una pared blanca que tenía él para comenzar a pintar. Entonces agarré un pincel de color rojo y escribí ahí: “Gracias, gracias, gracias”. ¡Entonces él tenía que pintar todo de blanco, de nuevo! Ese tipo de arranques puedo haber tenido. Eres una loca, me decía. Pero ese es el pasado, felizmente.
–¿Venancio había enfermado en ese entonces?
–No, él se puso mal en 2003.
–¿Le dio cáncer?
–No, la que está con cáncer soy yo. Desde hace un año, tres meses antes de que muriera Venancio. Cuando me lo detectaron, lo primero que le dije al doctor fue que no le dijera nada a Venancio. Pero bueno, se lo dijeron. Él tenía que caminar con su oxígeno y se quejaba, así que yo le decía, caminando por el jardín de la casa: Tal vez yo estoy peor; ya nos vamos a ir juntos, de la manito.