Con proyectos culturales como el Centro Cultural Olaya e iniciativas sociales como Alto Perú, que están cambiando la faz del tradicional distrito, Chorrillos se ha hecho en los últimos años de una comunidad joven, emprendedora y creativa. Este nuevo espíritu se encuentra con las actividades tradicionales del pueblo pesquero, con sus festividades callejeras, y la actividad de su malecón, del terminal pesquero y de sus playas. A continuación, dos historias del barrio chorrillano.
Por Rebeca Vaisman / Fotos de Javier Zea
Camila Rodrigo y Andrés Marroquín
Hace dos años dejaron su departamento barranquino escapando del tejido urbano y sus edificios, en busca de un espacio abierto, de la posibilidad de tener un jardín, de sembrar plantas y de ver el mar. La fotógrafa Camila Rodrigo y el editor Andrés Marroquín lo encontraron en una casa en el malecón de Chorrillos, en un condominio en el que pueden hacer vidade vecindario y donde su hija pequeña puede salir a jugar sin zapatos. Casi al borde del mar, Lima parece otra.
La casa había sido el taller de una diseñadora. No estaba bien habilitada, los baños eran depósitos y se sentía oscura. Pero Marroquín vio su potencial. Se cortó la escalera de caracol que subía a la segunda planta y que quitaba espacio al patio: la pared que da fondo al jardín se convirtió en un muro vivo, verde. Los pisos de madera se pulieron. La casa fue cambiando. Ninguna reparación implicó una gran inversión económica, solo mucho ingenio: en el baño que sería de invitados, por ejemplo, la ducha se transformó en una serie de repisas para libros, revistas y objetos de interés. Los ambientes se adaptaron a las necesidades de la joven familia: el garaje guarda las bicicletas, la mesa de ping pong y, además, es territorio de la perrita de la casa. Un dormitorio se acondicionó como taller fotográfico de Rodrigo, primero, y ahora es la oficina donde funciona Meier Ramírez, editorial de Marroquín. El comedor también es un espacio de trabajo, como suele ocurrir con profesionales independientes. En cuanto al mobiliario, tienen las piezas justas, lo cual deja mucho espacio para que ellos trabajen y su hija juegue.
Los elementos que sin duda definen el carácter del espacio son sus libros, su arte y la música. Piezas importantes de José Carlos Martinat e Ishmael Randall-Weeks resaltan en el área social: son obras que cuestionan e intervienen su espacio, el tipo de arte que interesa a la pareja. También hay piezas de otros artistas contemporáneos como José Vera Matos, Adam Bartos y Geert Goiris. Libros de arte, diseño y arquitectura, y una gran colección de discos de vinilo revelan más sobre el estilo de vida que quiso tenerse en esa casa sencilla pero llena de estímulos, sobre el mar.
Katherinne Fiedler
Ha sido vecina chorrillana desde hace varios años. De hecho, cuando nació, su familia vivía en el distrito y ella pasó su infancia ahí. Conoce bien las calles angostas de casonas antiguas, que conducen al malecón. Luego de una estadía en Bogotá, la artista visual Katherinne Fiedler volvió a Lima a comienzos de 2017 para encontrar una nueva base, tanto vital como creativa. La encontró en el segundo piso modificado de una casa antigua. En este departamento comparten espacio sus necesidades privadas y su taller, a veces confundiéndose los usos. Todo sigue un orden propio.
El departamento tiene tres grandes espacios: dos ambientes interiores, uno para el dormitorio, su escritorio y una pequeña sala; otro que hace las veces de ingreso y donde se encuentra la cocina, una segunda mesa de trabajo y los caballetes e implementos de la artista; finalmente, el balcón que va a todo lo largo del departamento, y por donde entra la luz de la mañana. Para Fiedler no es un problema que los usos privados y sociales y su trabajo compartan espacios. La especial distribución del departamento funciona para su dinámica de vida. “No soy de sentarme a comer en una mesa de comedor”, explica. “En cambio, sí salgo a tomarme el café en mi balcón”.
El mobiliario combina algunas piezas que compró en el mercado de segunda mano (como las sillas antiguas, retapizadas), muebles heredados (la cómoda de madera es de su bisabuela, y las mesas de noche pertenecían a la casa de su madre), y piezas que la han seguido a lo largo de sus mudanzas. Apela a las soluciones creativas: dos archiveros de metal pintados de blanco le sirven como alacena para la cocina, uno, y como armario para sus pinturas, pinceles y otros implementos, el otro. Una plancha de vidrio que iba a usar para una obra terminó como tablero de su escritorio, sobre dos caballetes de metal pintados.
Obras propias, que ha colgado en las paredes para conservarlas mejor, y arte de amigos la rodean y acompañan, así como las plantas con las que completa los ambientes. El resto lo pone Chorrillos. “Aquí todavía se conserva mucho de vida de barrio: te mueves caminando por la zona, están tus tiendas de toda la vida, comercios chicos… Tiene un carácter único”, reflexiona Fiedler. “Siempre hay un poco más de calor, un poco más de sol en Chorrillos. Entrar al distrito es como salir de la ciudad. Yo, que trabajo en mi casa, necesito poder hacer un alto, y salir a caminar por el malecón, oler el mar, es un privilegio. Me siento muy afortunada”.
Artículo publicado en la revista CASAS #250