Con la campaña electoral ya encendida y las encuestas mostrando tendencias más claras, puede preverse una continuación en los vicios políticos Ejecutivo-Congreso en el próximo quinquenio.
Por Rodrigo Salazar Zimmermann, periodista y profesor de la UPC
En el mejor de los casos el Perú no empeorará. Ahora que la campaña electoral ha prendido y que las encuestas muestran tendencias más claras se puede prever que, en el próximo gobierno, continuará el fino baile entre la vacancia presidencial y la disolución del Congreso, la no tan fina alianza parlamentaria que se da más por mercantilismo que por doctrina y el descarado dinamitado de la estabilidad macroeconómica. En este nuevo normal político queda prender velitas para no decaer más. Las elecciones de este año les han robado a los peruanos la fe.
Prepárense para rebobinar a lo que será algo parecido al 2016-2021.
Es sintomático que Luis Bedoya Reyes haya muerto a puerta de las elecciones. El último gran político del Perú –honesto, culto, integrador y visionario– se fue en medio de una campaña electoral en cuyo elenco al Congreso pululan cientos de oportunistas, influencers y payasos de TikTok que más pertenecen a una kermesse de colegio que al Parlamento. Y la situación no es tanto más alentadora a nivel presidencial: un pseudocaudillo cuya principal propuesta es él mismo gracias sus 19 años de labor honesta en el Congreso, un futbolista a quien le cuesta concatenar ideas (piénsenlo: del paupérrimo fútbol peruano sale un candidato presidencial), un mentiroso crónico, una mujer con demoledoras acusaciones de corrupción y otra que pretende volver a 1970. Qué inocente parecía la política antes del 2016.
El Perú pre-2016 era otro país, acaso donde todavía había esperanzas. El ‘gobierno de lujo’ de Pedro Pablo Kuczynski y la confluencia de ideas de libre mercado y visión de futuro más o menos parecida entre el ppkausismo y el fujimorismo inspiraban buenos augurios. No duraron ni cien días. Post-2016, y sobre todo durante la pandemia, el futuro se acortó a la hora de la cena. Ya sea porque el Congreso pasará esa ley peligrosa, porque vacará, porque se acaba el oxígeno. El 2016 quedará en la historia peruana como el año que abrió la última puerta a una cada vez más probable caída en espiral hacia un Estado fallido.
Ejecutivo y Legislativo: sin gobernabilidad
Los principales candidatos a Palacio de Gobierno dejan entrever que la debilidad en el Ejecutivo continuará. Y esa debilidad evitará que puedan ellos ser quienes regeneren el empleo y la economía y alivien los estragos que la pandemia le ha causado al país.
De ser elegido Yonhy Lescano, deberá gobernar desde un partido dividido al menos en cuatro flancos, con visiones de gobierno contradictorias y en el cual los ‘jefes’ del partido lo ven, como dijo hace poco César Hildebrandt, como un mayordomo. Si ganara George Forsyth, ojalá no se haya olvidado de tapar penales, aunque esta vez vendrán del Congreso. Si resulta electa Keiko Fujimori, el país se partirá en dos. Si ganaran Rafael López Aliaga o Verónika Mendoza, ojalá ellos mismos se sepan controlar. Sorprendente cómo hoy Ollanta Humala a veces suena como la voz de la cordura.
El Congreso, ya las encuestas lo indican, estará fragmentado y atomizado. El presidente seguramente no tendrá más de 25 congresistas oficialistas. Deberán formarse alianzas entre algunos capacitados y bienintencionados y muchos otros congresistas accidentales, los que ‘compraron’ su curul, los que tienen intereses personales que defender e influencers que de tuitear desde sus sofás deberán aprender a hacer algo. La omisión a mencionar partidos políticos aquí no es casual. Partidos no hay; hay redes mercantiles. Ellos querrán nombrar a los nuevos magistrados del Tribunal Constitucional que, de darse una repartija, podrán tener un cheque en blanco para minar el Perú.
La palabra gobernabilidad, que tan de moda estuvo entre el 2016 y la llegada de la pandemia, volverá a dominar el léxico periodístico.
El poco atractivo que generan los candidatos, y la democracia que con justa razón para la mayoría es hoy menos prioritaria que la salud, ampliarán la ilegitimidad política. Que la campaña electoral esté siendo principalmente digital –espacio donde la democracia muere y florecen el entretenimiento y la ridiculez– también lleva a la ilegitimidad, pues en Internet prima el consumismo: la novedad se vuelve tendencia y luego se olvida para siempre, incluso en la política. La ilegitimidad también se dará porque muchos votarán basándose en la desinformación que hoy es moneda común en las redes sociales. Esta es la primera elección desde Alberto Fujimori en que la desinformación puede llevar a un candidato –Rafael López Aliaga– a la segunda vuelta.
Sociedad achorada
Siempre se dijo que en el Perú hay un voto de descontento, usualmente vinculado al sur andino. Hoy lo que se puede ver, de costa a selva y de norte a sur, es un voto amargo, achorado. La cultura del tránsito pasará al ánfora.
Desde un lado del espectro, en esta cultura del achoramiento polarizado el presidente Francisco Sagasti es comunista y Yonhy Lescano es extremista. O populista, palabreja que, como ‘caviar’, ha terminado por clasificar a todo aquel que no piensa del siete para la derecha en la escala política del uno al diez o que atenta contra el estado de ganancias y pérdidas de una gran empresa. Para quienes están en este lado, tan solo mencionar que Julio Velarde no continuará como presidente del BCR es prácticamente volver a la maquinita, como si su puesto debiera ser vitalicio o no hubiera dignos sucesores que respeten la estabilidad monetaria.
Desde el otro lado, el discurso es más reciente, por tanto menos caricaturizable. Pero si el siguiente gabinete tiene un hombre más que una mujer será motivo suficiente para ser cancelado culturalmente. Si algún político adopta la corrección política y el ‘lenguaje inclusivo’, y de paso alguna bandera de la agenda de equidad, de inmediato ganará una legión de lovers, como si la imagen ‘buenista’ fuera suficiente.
Con una ciudadanía dividida y achorada será difícil lograr consensos político-sociales. Las autoridades que se valgan de la amargura para crear capital político –y ya hay varias– no harán más que sacar pus de la herida, alejando aún más la posibilidad de un acuerdo político mínimamente cohesionado.
Los siguientes años con el nuevo gobierno no sólo no serán alentadores. Desde ya son preocupantes. Y seguramente serán de terror, si se considera que crisis políticas como esta han terminado anteriormente en golpes –o autogolpes– de Estado (1963-1968 y 1990-1992, los dos más recientes). El bicentenario quedó como un número más en el calendario.
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