Doris Bayly fue una gran editora general de COSAS. Su estadía con nosotros dejó una profunda huella de humanidad en quienes tuvimos la suerte de trabajar con ella y ganarnos su amistad.

Por Elizabeth Dulanto de Miró Quesada

Todos los días –tanto en invierno como en verano– llegaba con sus gafas de sol, porque a primera hora de la mañana ya estaba corriendo olas en las playas de Miraflores. Luego, tomaba su bicicleta para venir a la oficina, cuando no era todavía usual el ciclismo en la ciudad. Doris llegaba llena energía.

Conducía la revista con seriedad y mano firme. Era incapaz de perder el tiempo. Más bien, hacía lo contrario, en beneficio de su trabajo y terminando su jornada a tiempo, para luego dedicarse plenamente a sus hijos y a Armando Williams, su esposo.

En tantos años trabajando juntas, conocí de su paso por el noviciado y de esa formación en valores y amor al prójimo que buscó para su vida. Sin embargo, se enamoró de Armando y tomo el camino de la vida laica, fuera de las paredes de un convento, donde la lucha por la vida se hace distinta y dura.

Tenía una dulzura innata, pero era una Bayly de carácter fuerte, especialmente ante la injusticia.

Disfrutábamos mucho conversando sobre la vida y tomando decisiones para presentar la información siempre buscándole el ángulo positivo.

En una de esas tardes de charla, Doris me dijo abruptamente que no continuaría trabajando. Me quedé de una pieza. Le pregunté entristecida el motivo de esa decisión, y me contó que le habían diagnosticado un cáncer. “Eso no es para que te alejes”, le comenté.  “Todos te cubriremos en tu trabajo y llevarás los tratamientos que te digan, y vendrás cuando sientas que puedes retornar”. Así lo hicimos. Fue muy duro verla de vez en cuando y con los efectos de la quimioterapia. Había días en que podía ir a la oficina, y nos alegrábamos. Hasta que un día, antes del cumpleaños de uno de sus hijos, tomó la decisión de no tomar la radiación, para estar bien en el festejo. Me dijo: “Quiero estar bien para ese día, probar la torta, comer los bocaditos, pero cuando me dan la quimio es un día fatal y todo me sabe a metal. Ya no quiero seguir el tratamiento, no voy a volver a trabajar. Me voy a Máncora. Tendré una vida alejada de la ciudad, en tranquilidad y en contacto con la naturaleza. Mi tratamiento será alternativo. Será lo que Dios quiera”.

Me contuve para no llorar frente a ella. Nunca había conocido a una persona tan fuerte y con tanto amor por su familia. La entendía, y desde el fondo de mi corazón le deseaba muchos años más de vida. Me entregó un bello cuadro de Armando –estupendo artista plástico– que hasta hoy conservo, porque se trataba de una tortuga, y ella sabía que esta tenía un especial significado para mí.

Hiciste bellas las vidas de quienes te rodeamos, querida amiga. Tu recuerdo vivirá con todos los que llegamos a conocerte de corazón.

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