Publicado por Mario Vargas Llosa para El País
En Inglaterra, aunque usted no lo crea, todavía son posibles los escándalos artísticos. La muy respetable Royal Academy of the Arts, institución privada que se fundó en 1768 y que en su galería de Mayfair suele presentar retrospectivas de grandes clásicos, o de modernos sacramentados por la crítica, protagoniza en estos días uno que hace las delicias de la prensa y de los filisteos que no pierden su tiempo en exposiciones. Pero a ésta, gracias al escándalo, irán en masa, permitiendo de este modo -no hay bien que por mal no venga- que la pobre Royal Academy supere por algún tiempito más sus crónicos quebrantos económicos.¿Fue con este objetivo en mente que organizó la muestra Sensación, con obras de jóvenes pintores y escultores británicos de la colección del publicista Charles Saatchi? Si fue así, bravo, éxito total. Es seguro que las masas acudirán a contemplar, aunque sea tapándose las narices, las obras del joven Chris Ofili, de 29 años, alumno del Royal College of Art, estrella de su generación según un crítico, que monta sus obras sobre bases de caca de elefante solidificada. No es por esta particularidad, sin embargo, por la que Chris Ofili ha llegado a los titulares de los tabloides, sino por su blasfema pieza Santa Virgen María, en la que la madre de Jesús aparece rodeada de fotos pornográficas.
No es este cuadro, sin embargo, el que ha generado más comentarios. El laurel se lo lleva el retrato de una famosa infanticida, Myra Hindley, que el astuto artista ha compuesto mediante la impostación de manos pueriles. Otra originalidad de la muestra resulta de la colaboración de Jack y Dinos Chapman; la obra se llama Aceleración zygótica y, ¿cómo indica su título?, despliega a un abanico de niños andróginos cuyas caras son, en verdad, falos erectos. Ni que decir que la infamante acusación de pedofilia ha sido proferida contra los inspirados autores.
Si la exposición es verdaderamente representativa de lo que estimula y preocupa a los jóvenes artistas en Gran Bretaña, hay que concluir que la obsesión genital encabeza su tabla de prioridades. Por ejemplo, Mat Collishaw ha perpetrado un óleo describiendo, en un primer plano gigante, el impacto de una bala en un cerebro humano; pero lo que el espectador ve, en realidad, es una vagina y una vulva. ¿Y qué decir del audaz ensamblador que ha atiborrado sus urnas de cristal con huesos humanos y, por lo visto, hasta residuos de un feto?
Lo notable del asunto no es que productos de esta catadura lleguen a deslizarse en las salas de exposiciones más ilustres, sino que haya gentes que todavía se sorprendan por ello. En lo que a mí se refiere, yo advertí que algo andaba podrido en el mundo del arte hace exactamente 37 años, en París, cuando un buen amigo, escultor cubano, harto de que las galerías se negaran a exponer las espléndidas maderas que yo le veía trabajar de sol a sol en su chambre de bonne, decidió que el camino más seguro hacia el éxito en materia de arte era llamar la atención. Y, dicho y hecho, produjo unas esculturas que consistían en pedazos de carne podrida, encerrados en cajas de vidrio, con moscas vivas revoloteando en torno. Unos parlantes aseguraban que el zumbido de las moscas resonara en todo el local como una amenaza terrífica. Triunfó, en efecto, pues hasta una estrella de la Radio-Televisión Francesa, Jean-Marie Drot, le dedicó un programa.
La más inesperada y truculenta consecuencia de la evolución del arte moderno y la miríada de experimentos que lo nutren es que ya no existe criterio objetivo alguno que permita calificar o descalificar una obra de arte, ni situarla dentro de una jerarquía, posibilidad que se fue eclipsando a partir de la revolución cubista y desapareció del todo con la no figuración. En la actualidad todo puede ser arte y nada lo es, según el soberano capricho de los espectadores, elevados, en razón del naufragio de todos los patrones estéticos, al nivel de árbitros y jueces que antaño detentaban sólo ciertos críticos. El único criterio más o menos generalizado para las obras de arte en la actualidad no tiene nada de artístico; es el impuesto por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y marchands y que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades estéticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos.
Hace más o menos un mes visité, por cuarta vez en mi vida (pero ésta será la última), la Bienal de Venecia. Estuve allí un par de horas, creo, y al salir advertí que a ni uno solo de todos los cuadros, esculturas y objetos que había visto, en la veintena de pabellones que recorrí, le hubiera abierto las puertas de mi casa, aunque me lo suplicara de rodillas. El espectáculo era tan aburrido, farsesco y desolador como la exposición de la Royal Academy, pero multiplicado por cien y con decenas de países representados en la patética mojiganga, donde, bajo la coartada de la modernidad, el experimento, la búsqueda de «nuevos medios de expresión», en verdad se documentaba la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal, de autenticidad e integridad que caracteriza a buena parte del quehacer plástico en nuestros días.
Desde luego, hay excepciones. Pero no es nada fácil detectarlas, porque, a diferencia de lo que ocurre con la literatura, campo en el que todavía no se han desmoronado del todo los códigos estéticos que permiten identificar la originalidad, la novedad, el talento, la desenvoltura formal o la ramplonería y el fraude y donde existen aún -¿por cuánto tiempo más?- casas editoriales que mantienen unos criterios coherentes y de alto nivel, en el caso de la pintura es el sistema el que está podrido hasta los tuétanos, y muchas veces los artistas más dotados y auténticos no encuentran el camino del público por ser insobornables o simplemente ineptos para lidiar en la jungla deshonesta donde se deciden los éxitos y fracasos artísticos.
A pocas cuadras de la Royal Academy, en Trafalgar Square, en el pabellón moderno de la National Gallery, hay una pequeña exposición que debería ser obligatoria para todos los jóvenes de nuestros días que aspiran a pintar, esculpir, componer, escribir o filmar. Se llama Seurat y los bañistas y está dedicada al cuadro Los bañistas de Asniéres, uno de los dos más famosos que aquel artista pintó (el otro es Un domingo en La Grande Jatte), entre 1883 y 1884. Aunque dedicó unos dos años de su vida a aquella extraordinaria tela, en los que, como se advierte en la muestra, hizo innumerables bocetos y estudios del conjunto y los detalles del cuadro, en verdad la exposición prueba que toda la vida de Seurat fue una lenta, terca, insomne, fanática preparación para llegar a alcanzar aquella perfección formal que plasmó en esas dos obras maestras.
En Los bañistas de Asniéres esa perfección nos maravilla -y, en cierto modo, abruma- en la quietud de las figuras que se asolean, bañan en el río, o contemplan el paisaje, bajo aquella luz cenital que parece estar disolviendo en brillos de espejismo el remoto puente, la locomotora que lo cruza y las chimeneas de Passy. Esa serenidad, ese equilibrio, esa armonía secreta entre el hombre y el agua, la nube y el velero, los atuendos y los remos, son, sí, la manifestación de un dominio absoluto del instrumento, del trazo de la línea y la administración de los colores, conquistado a través del esfuerzo; pero, todo ello denota también una concepción altísima, nobilísima, del arte de pintar, como fuente autosuficiente de placer y como realización del espíritu, que encuentra en su propio hacer la mejor recompensa, una vocación que en su ejercicio se justifica y ensalza. Cuando terminó este cuadro, Seurat tenía apenas 24 años, es decir, la edad promedio de esos jóvenes estridentes de la muestra Sensación de la Royal Academy; sólo vivió seis más.
Su obra, brevísima, es uno de los faros artísticos del siglo XIX. La admiración que ella nos despierta no deriva sólo de la pericia técnica, la minuciosa artesanía, que en ella se refleja. Anterior a todo eso y como sosteniéndolo y potenciándolo, hay una actitud, una ética, una manera de asumir la vocación en función de un ideal, sin las cuales es imposible que un creador llegue a romper los límites de una tradición y los extienda, como hizo Seurat. Esa manera de elegirse artista parece haberse perdido para siempre entre los jóvenes impacientes y cínicos de hoy que aspiran a tocar la gloria a como dé lugar, aunque sea empinándose en una montaña de mierda paquidérmica.
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