Para Jordi Puig, esta casa de playa era un encargo muy especial. Los propietarios son sus íntimos amigos: el arquitecto es parte de sus vidas, conoce sus gustos y rutinas. Por eso sintió, por momentos, que diseñaba casi para él mismo. Con esa libertad y seguridad. No requirió ese primer momento que generalmente dedica para conocer a sus clientes e interpretar sus necesidades. En ese sentido, el proceso creativo se le hizo muy sencillo, admite. Pero solo en ese sentido. Las características del terreno determinaron exigencias y retos que entusiasmaron a Puig; la playa misma, el acantilado, el mar, fueron los temas que el arquitecto tuvo que estudiar.
Se trataba de un lotee 120 metros cuadrados, el último que quedaba en lo alto de la roca, en una playa de casas levantadas sobre un promedio de 300 metros cuadrados. “Lo maravilloso, además de su ubicación, era justamente su proporción, el que fuese el terreno más pequeño”, explica Jordi Puig. “Todos los otros terrenos tienen un programa más establecido. Este, en cambio, era un ‘cachito’ que se le ganó a la playa. Y al estar en un cerro, el diseño es más divertido por los distintos planos que debe tener”, continúa el arquitecto. “Hay casas de playa maravillosas, pero llega un momento en que has hecho tantas que ya no sabes qué crear para diferenciarlas. Entonces, se agradece cuando te toca una casa cuya propia geografía te pide, te exige, y además te recibe con ciertas características”.
Vida vertical
El programa es simple, pero Puig se ha permitido jugar con los niveles de la casa. Se ingresa por una primera planta que funciona a manera de puente y que da al área social. El baño de visitas lo compone un cubo –pintado de fucsia, como para que no pase desapercibido–, que es el eje central del espacio. La escalera establece el orden vertical: baja a las habitaciones, y se abre al patio, la lavandería y la zona de servicio.
Una casa creada con tanta libertad debía ser transitada con idéntico espíritu. Puig no quiso que el interior y el exterior estuviesen totalmente delimitados. Así como la roca del acantilado se mueve hacia el sol buscando su propia luz y también su propia sombra, el arquitecto jugó con distintos planos que no llegan a tocarse, suspendidos unos sobre otros, que dejan entrar al sol y al viento, y que a la vez guarecen la casa. Sobre el área social, cuatro vigas de fierro sostienen una superficie recubierta con madera: la sensación es la de estar bajo un toldo, y no cubiertos por un techo. Las mamparas de cristal que rodean el espacio, y que pueden abrirse completamente, ayudan a confundir el comedor con la terraza. Y Puig ya no consideró necesario usar otro tipo de techo, ni siquiera un sol y sombra. Encima de todo, una placa muy grande de concreto vaciado envuelve la estructura del patio y el ingreso, conformando la gran capa protectora de la casa, e incluso permitiendo, gracias a su forado central, que los elementos naturales de la playa ingresen.
El arquitecto también se hizo cargo del diseño de interiores. La sencillez fue su objetivo. Eligió un lindo piso vaciado de piedrita de río que avanza por toda la casa, y que permite salir de la piscina y caminar con los pies mojados, como si se estuviese en la playa. Ni los materiales ni su uso pretenden ser sofisticados. Se apuesta por la piedra y el cemento vaciado de canto rodado. La piscina se revistió por dentro y por fuera con piedra talamoye de diez por diez centímetros. Puig se permitió detalles como las baldosas artesanales del baño de visitas y del baño principal, mandadas a hacer con un diseño inspirado en la arquitectura de Niemeyer: un patrón que Puig ya exploró antes, en otros contextos, como en el edificio de General Córdova, en Miraflores.
“Lo que se logró, y resulta espectacular, es que desde cualquier punto de la casa contemplas el mar, oyes a las gaviotas”, asegura Puig, finalizando así sus reflexiones sobre esta experiencia en el acantilado. “La casa permite el ingreso de una gran cantidad de estímulos, y esa era la intención”. Sentirse cercano pero a la vez protegido de la naturaleza, descansando en su propio seno.
Por Rebeca Vaisman/ Fotos de Gonzalo Cáceres Dancuart
Publicado originalmente en CASAS 218