Sitiado por dos gigantes, Argentina y Brasil, se encuentra Uruguay: un pequeño y precioso país ligeramente ondulado y verde, donde el hedonismo se vive en cámara lenta: fabulosos asados, gauchos amables y melancólicos, vino con carácter en la sangre, libreros cultos, un carnaval larguísimo al ritmo de tamboriles y playas tan bellas y suaves que purificarán tus ojos.

Por Ana Carolina Quiñonez

En tiempos en que los países deben jugar al marketing para seducir viajeros, Uruguay ha elegido el discreto eslogan de “natural”. Otro país más hinchado de autoestima elegiría algo más ruidoso. Todavía no lo sabía, pero “natural” me estaba dando un par de pistas sobre el espíritu de las personas y las cosas que están en la otra costa del río de la Plata.

Mi primer contacto con Uruguay fue embarazoso. Fuera de una iglesia que era parte del city tour, conversaba con Sengo Pérez, periodista uruguayo.Y sucedió: moví las manos y casi derribé a un ciego. Con la culpa de la torpeza dentro, intenté ayudarlo a mantener el equilibrio y dar otra pequeña muestra de empatía: “Discúlpeme, no lo vi”. El hombre siguió su camino y solo volteó para decirme: “Tranquila piba, yo tampoco”, con una sonrisa traviesa y cómplice. Esa capacidad para reírse de uno mismo con desenfado e inocencia hizo que me diera cuenta de que estaba en una ciudad especial: cosmopolita por fuera y campechana en las entrañas.

Comerse el corazón

Dicen que lo más importante del laberinto no son las entradas, ni las salidas, sino lo que está al centro: el corazón. En Montevideo, eso significa hablar de la Ciudad Vieja.
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Un luminoso poeta limeño, Luchito Hernández, escribió un verso donde hablaba
de “la soñada coherencia”. Pues, la arquitectura del casco antiguo es eso. Allí, lo art déco, lo colonial, lo neoclásico y los edificios más modernos coexisten, y nada chirría. Callejear por sus plazas, librerías viejas –donde se puede encontrar cuidadas primeras ediciones de escritores de verdad, como Onetti, Hernández, Vilariño, y hasta de uno oriundo del otro lado del río de la Plata, pero de madre uruguaya: sí, estamos hablando de Borges–, mercados llenos de milonga y parrilla equivale a saborear sin prisas la tradición y los nuevos aires.

Mi primer día y mi última noche en Montevideo involucran un mercado. En el Mercado del Puerto y, más precisamente, en la cabaña de Verónica, me enfrenté a mi primer banquete cárnico. Para abrir el apetito, me trajeron una feliz combinación de chorizos con queso provolone a la parrilla. Y llegaría el plato fuerte: jugoso y glorioso baby beef con papas fritas. Aquí resulta útil de precisar lo siguiente:  en Uruguay hay 15 millones de reses y 3 millones de habitantes. El secreto del buen sabor de la carne está íntimamente relacionado con sus campos verdes e infinitos –cualquier parecido con una película de John Ford es pura coincidencia–, y su clima templado.

Me despedí de la ciudad en el Mercado de la Abundancia. A diferencia del primer mercado, que era encantadoramente turístico, este se encontraba más cerca al corazón de los que aquí comen, sueñan y aman. Paraíso de pizzas de masa gruesa y generosa salsa de tomate y mozzarella, y, también, de las bien queridas vísceras. Aquí probé mi primer plato de riñones.
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Contagiada por el entusiasmo de un grupo de divertidos y entrañables amigo
s uruguayos con los que compartí la mesa. Alrededor nuestro, bailarines improvisados de tango se hacían espacio entre las mesas. No eran criaturas alargadas sobre un salón de piso lustrado con iluminación dramática, eran personas de carne y hueso, coqueteando, sonriendo, improvisando. En un lugar así debió nacer el tango.

Oh, qué costa más linda,
más llena de gracia

Antes de viajar tenía dos imágenes de las playas uruguayas, que eran como la cara y el sello de una moneda. De adolescente tenía mucho tiempo que perder –y lo perdía–, entre otras cosas, descubriendo las sorpresas que me esperaban en la televisión. En el cable apareció un canal que era un mundo paralelo de chicas desarmantemente bellas y cool. Se llamaba Fashion Tv. Y un buen día pasó un desfile de Giordano en Punta del Este. No recuerdo cómo lucía el mar, la arena o las rocas, pero sí el clima de glamour y hedonismo absoluto. La otra imagen era de Piriápolis, filmada por la dupla Stoll y Rebella en la película “Whisky”. Allí, el balneario era la imagen viva de lo encantadora que puede resultar la decadencia.

Ciento treinta kilómetros separan  a Montevideo de Maldonado, la provincia que acoge a Punta del Este y Piriápolis, entre otras joyas. Al visitarlos, me di cuenta de que Punta del Este, o “La Perla del Pacífico”, tenía efectivamente mucho de sueño pop. No la conocí en temporada alta, cuando revienta de celebridades, yates, hombres de poder y cuerpos que son un vicio capital. Pero sus preciosas casas de campo en la playa, su nutrida propuesta de restaurantes que –sea con recetas tradicionales o vanguardistas– te dejan el sabor del mar en la boca, sus tiendas de marcas exclusivas, imponentes edificios que dan la cara al azul intenso del océano, hoteles que parecen la torre más alta de un castillo –como el L’Auberge– y otros más minimalistas y audaces logran que sea fácil imaginar a Zidane, Ralph Lauren o Shakira, personajes que han declarado su amor por Punta del Este, confeccionando estrategias o excusas para quedarse a vivir allí.

Hay algo en Punta del Este que recuerda al Mediterráneo. Y ese algo se siente más intenso en el Museo Taller de Casapueblo, un curioso palacio rústico blanco moldeado por el artista montevideano Carlos Páez Vilaró, la construcción tiene destellos de Santorini. “Pido perdón a la arquitectura por mi libertad de hornero”, confesó Páez Vilaró, quien construyó la casa sin planos, guiado por un sueño y una fiera voluntad durante cuarenta años. Murió el año pasado, pero sus obras, que son exhibidas allí, hacen sentir su presencia.

Casi al filo de Rocha está José Ignacio, un puñado de playas bonitas y salvajes, con personalidades marcadas: mansas, bravas y bipolares. Para aquellos que buscan un lugar para estar solos con sus pensamientos y el ruido del mar contra las rocas.

URUGUAY

Carnaval en el cuerpo

Existe un mes y medio, entre mediados de enero y febrero, en el que los uruguayos dejan de lado su habitual tranquilidad y mesura porque el carnaval se les mete en el cuerpo y los desborda. El candombe y la murga enloquecen las calles con morenas monumentales, disfraces disparatados y tamboriles que hablan de sus raíces africanas.
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Quien dijo que los gauchos eran insufribles nunca pisó Uruguay.

Para comerse Uruguay:

– Avianca tiene un vuelo diario y directo a Montevideo. Y es de cuatro horas y media. LAN llega con conexión en Sao Paolo o Santiago de Chile.

– La moneda es el peso uruguayo. Y el cambio es un dólar estadounidense por 26 pesos.

– Otras ciudades para conocer: Salto, Paysandú, Colonia del Sacramento, Ciudad de la Costa, Fray Bentos, Las Piedras, Tacuarembó, Melo, Mercedes, Rivera.

– No hay que dejar de probar el chivito (un sanguche de carne), ni de tomar medio y medio (champagne a la uruguaya), ni de acompañar la carne con una copa de tannat (la cepa de bandera de los charrúas).