Joaquín Randall Weeks y su equipo han abierto un bar único en el Perú: nada de lo que emplean viene de fuera del Valle Sagrado en el que están. Una prueba de que de las restricciones provienen las soluciones más creativas.
Por Javier Masías / Foto de Gustavo Vivanco
Cosa rara la que ocurre en buena parte de Cusco: la mayoría de picanterías sirven pasta y milanesa como parte de su repertorio tradicional, y lo que se impone, en lugar de lo único, son restaurantes de formatos foráneos y un repertorio más bien reducido, que casi no tiene nada que ver con las tradiciones locales, de los clásicos criollos que se han popularizado desde Lima.
En los pueblos de los alrededores –Písac y Chinchero, por mencionar un par–, el escenario se agrava: con mediocres versiones de ají de gallina y cebiche vendidos como traditional peruvian dishes, se acompañan pisco sours de pésimo nivel, todas preparaciones que no tienen nada que decir del lugar en el que están.
En Ollantaytambo se acentúa el fenómeno: alrededor de la plaza del pueblo, además de las pizzas, milanesas y ajíes de gallina, se ofrece crema de choclo, solo que en esta tierra del choclo todas se hacen de sobre y ninguna de choclo natural, un detalle sorprendente pero revelador del estado de las cocinas más visitadas, que constaté personalmente dando la vuelta a la plaza, local por local. ¿Para eso queremos triplicar la cantidad de turistas que nos visitan, para ofrecerles lo mismo que pueden comer mejor en otros lugares?
Felizmente hay vocaciones que van en contra de esta tendencia degeneradora. Joaquín Randall Weeks posee una de ellas, y su impacto es incuestionable. En los terrenos del Hotel El Albergue, una propiedad familiar que se abastece en cierta medida de los vegetales de un huerto propio, funciona desde hace un tiempo una tostaduría que trabaja con café que procede de los valles del sur andino.
Adicionalmente, tienen la Destilería Andina, una sociedad formada con su hermano Ishmael Randall Weeks y el abogado devenido en destilador Haresh Bojwani, en la que desde hace un tiempo vienen trabajando en el rescate y puesta en valor de destilados endémicos como el cañazo.
A través de la marca Caña Alta han logrado tener una presencia importante en las mejores barras de Lima y se han ganado el cariño de bartenders y conocedores que alaban, entre otras cosas, el hecho de tratarse de un destilado de caña singular y con rasgos de tipicidad que lo hacen único.
Siguiendo en esa línea, vienen desarrollando un producto llamado Matacuy, una suerte de compuesto herbáceo –si no lo ha probado piense en un sugerente cruce de emoliente con Becherovka, solo que menos dulce–, inspirado en los preparados que cada familia elabora de manera casera y que se ofrecen después de una comida copiosa, sea de cerdo o de cuyes (de ahí el curioso nombre).
Desde que se hiciera público el trabajo de la discreta destilería, muchos han tocado sus puertas. Uno de los resultados de ese interés es el pequeño alambique que han instalado en el restaurante Mil, de Virgilio Martínez, para hacer investigación conjunta.
Si bien casi todo lo que hacen aquí tiene un carácter puramente experimental, no dejan de ser interesantes algunas de sus ocurrencias: una de las más delirantes y, al mismo tiempo, aterrizadas a la sensibilidad contemporánea es la que logran al destilar distintas muestras de tierra de las inmediaciones. Sí, leyó bien: es posible tomar, gracias a ellos, el sabor de un lugar específico.
El Valle Sagrado
El último emprendimiento que Joaquín tiene entre manos es igualmente singular, pero, además, tiene un inmenso potencial para transformar la escena de la zona e inspirar a otros en otras regiones: El Chuncho es un bar regentado por André Querol (ex-Felix), que ofrece solo cocteles hechos con productos de la zona y, sin embargo, triunfa en su intento de poner en escena todos los sabores y matices a los que nos acostumbra el gusto contemporáneo.
Si hace falta usar jerez, lo reemplazan por un producto propio, parecido pero elaborado con insumos del vecindario; si hace falta whisky para un coctel, añejan su propio aguardiente; y como ya empieza a verse en algunas barras de Lima, los bitters y jarabes son todos hechos en casa. El resultado no es idéntico, pero sí asombroso y sumamente persuasivo. Pero eso no es todo.
Adicionalmente, sirven una propuesta de cocina casera de Ollantaytambo, principalmente de día, en la que, de la mano de Josefina Rimachi, se lucen productos poco visitados como el tarwi y la caigua silvestre o achoccha, en raciones para compartir. Los sabores son directos y la cocina sencilla, pero tiene más fondo y comunica con mayor distinción que cualquier otra de la misma plaza en la que está.
El Chuncho recién ha abierto sus puertas, pero ya es interesante: es uno de los pocos establecimientos del vecindario que comprende que el turismo bien entendido es una de las industrias con mayor capacidad de transformar la gastronomía de una localidad, porque en un mundo que demanda experiencias únicas, coloca en un lugar preferencial los hábitos y costumbres culinarios solo posibles en un determinado territorio, contribuye a una relación más armónica con la comunidad y pone en valor productos antes denostados.
Le pregunté a Joaquín Randall Weeks por qué incentivaba y desarrollaba proyectos tan a contracorriente, cosas así de locas, cuando lo fácil es vender más sopa de sobre. “Una vez leí que si uno quería cambiar el mundo bastaba con mudarse a un lugar y quedarse”, me responde y quedo con ese razonamiento elegante de sabiduría sin aspavientos.