Juan Carlos Valdivia presenta Nanka San Isidro, un espacio que respira la filosofía y el sabor de siempre.
Por Javier Masías @omnivorus
Esta es una historia de amor y comida. Empezó en 2011, cuando Lorena Valdivia y Jason Nanka, enamoradísimos del Perú, abrieron su restaurante en La Molina. El espacio buscaba dar valor a los productos locales, promover el consumo de insumos orgánicos y darle una vuelta de tuerca a la alicaída oferta gastronómica de su distrito. El restaurante fue celebrado y aplaudido, mientras las mesas poco a poco se iban llenando de comensales satisfechos.
Todo iba bien cuando un accidente terminó apartando a Lorena y Jason de sus sueños. Sabiendo que no volverían –de la muerte se dice que es lo único definitivo–, Juan Carlos Valdivia decidió que no había mejor manera de mantener viva la memoria de su hija Lorena que perseverando en el esfuerzo de hacer de Nanka un restaurante exitoso. No sabía nada de restauración, pero, como ingeniero, entendía de procesos. A fin de cuentas, ¿qué es la cocina sino la suma de varias transformaciones?
Con el paso del tiempo, Nanka se consolidó como una de las apuestas más consistentes de su vecindario y –gracias a un equipo maravilloso de profesionales– como un negocio muy rentable. Con la idea de automatizar los procesos, habilitaron un centro de producción. Pronto La Molina empezó a quedarles pequeña y sintieron que era posible buscar otros mercados. ¿Por qué no probar suerte en el competitivo distrito de San Isidro?
El nuevo local de Nanka abrió en Manuel Bañón, en el epicentro gastronómico del vecindario, con una propuesta idéntica a la que se ofrece en La Molina. “La idea es que el comensal pueda tener una experiencia similar en los dos establecimientos”, refiere Juan Carlos. Así, es posible probar algunos de sus platos más conocidos sin tener que recorrer media ciudad: la alpaca tonnato, una variante del vitello tonnato elaborada con lomo de alpaca; la fondue andina, a base de tubérculos; el tradicional cochinillo, de piel crujiente como una galleta; un ossobuco de campeonato, unos ñoquis andinos y ravioles de seco de pato, todo en porciones generosas.
La carta es suficientemente amplia como para que cualquiera pueda encontrar algo que le encante, y con referencias tan variadas como los rollitos vietnamitas y las famosas bangers ‘n’ mash, salchichas de la casa con gravy y puré de papas.
Una reciente visita así lo corrobora. El espacio de San Isidro responde a los mismos parámetros del de La Molina, y el cuidado puesto para que la experiencia resulte equivalente ha sido minucioso: la arquitectura, el trato y, sobre todo, la comida, preservan el espíritu que Lorena y Jason quisieron inyectar a su proyecto. El nuevo restaurante funciona, además, como una suerte de prueba para el mismo grupo, que pronto apostará por la internacionalización.