Si me dieras a elegir entre Netflix y Spotify, esta última App se llevaría la corona sin duda alguna, ya que no hay nada más reconfortante para mí que un viaje en el tiempo a través del túnel musical. Todos mis playlists tienen nombres de viajes o de lugares. Por ejemplo, «Palmar», mi favorito, hace alusión a tantas tardes chapoteando en la piscina de mi casa, escuchando a Armando Manzanero, “Lágrimas negras” de Bebo y Cigala o «la vereda tropical», interpretada en dúo por mi papa con un vaso de whisky y su incondicional guitarra. 

Por Cecilia de Orbegoso

Ayer, mientras actualizaba mi playlist noventero, aleatoriamente me salió una canción de Maná, grupo que me hace acordar muchísimo a mi mamá. De su álbum «¿dónde jugarán los niños?» me apareció la canción con el mismo nombre, especialmente recordada por su famosa frase «se está pudriendo el mundo, ya no hay lugar donde estos puedan jugar”.

Terminada la actualización y pasada la reconfortante nostalgia que sentí gracias a tanto recuerdo de mi ex casa, las tardes con mis hermanas e invaluables memorias con mis papás, fue esta última canción, con su relativa «antigüedad» y esa nota de activismo musical que parece haberse perdido con el cambio del milenio, la que me llevó a pensar en los casi inagotables recursos que tenemos a la mano y en las tantas formas que estos nos presentan para hacer un cambio en la actualidad.

El internet es un espacio extraño, lleno en igual medida tanto de gatos como de perros cachorros, memes y discusiones políticas, pero caracterizado particularmente por un sobrecogedor exceso de información. A mayor exposición, más fácil es salir trasquilado. Pero tampoco puedo negar que en muchas instancias se ha transformado en un campo empático, en el que el activismo social está a tan solo un like, retuit o follow de distancia.

Se dice que una de las características definitorias de nuestras generaciones más jóvenes es su interés por el activismo de todo tipo. Eso, sumado a la explosión de las redes sociales, las cuales ya todos hemos asimilado a nuestra vida diaria como un elemento indispensable de comunicación, solo podía llevar a una conclusión posible, que es la fusión de ambas para dar paso a lo que hoy conocemos como el activismo virtual.

Si bien este concepto es más que conocido desde un punto teórico, muchos de nosotros probablemente tenemos dudas sobre su ejecución y, más veces que no, su efectividad. ¿Será acaso está sensibilidad obtenida y promovida a través del teclado una forma eficiente para crear, operar y gestionar cambios en beneficio del resto o, en cambio, solo un mero recurso para justificar nuestra inactividad en campos algo más tangibles? Personalmente me gustaría pensar que toda acción, no importa cuán pequeña, tiene un impacto significativo si se realiza de manera adecuada.

Actores de la película Capernaum.

Justamente un lunes por la noche, tras entregar uno de los últimos trabajos de esa maestría que me está sacando más canas verdes que una hija rebelde, me decidí a darme un baño caliente para «relajar», tras lo cual quise seguir con la nota Zen y, dándomelas de crítica cinematográfica, no tuve mejor idea que ver una película llamada Capernaum, de la cual ya había recibido comentarios muy variados por parte de mis amigas. El tiro me había salido por la culata, ya que de relajo no encontré nada: dos horas después había sido succionada por una aspiradora emocional, para luego ser poco ceremoniosamente expectorada por una ventana de remordimiento, culpa y ansiedad.

Esta, más que película, venía a ser una fábula contemporánea situada en pleno Beirut, donde Zain, el protagonista, huyendo de sus padres en un intento de hacer valer sus derechos, recurre a la justicia para demandarlos por el ‘crimen’ de haberle dado la vida. Puesto de otro modo: un niño que se rebela contra la vida que le han impuesto vivir.

Desde un comienzo se muestra a este carismático personaje y a sus hermanos (tantos, que ni él mismo sabe cuántos son) durmiendo en una misma cama mientras venden jugos y otras cosas al paso en la calle, sin ser casi atendidos por sus padres. Los chicos, adaptados a esa vida caótica y difícil, se vieron forzados a crecer antes de tiempo, puesto que esa era la única opción a su alcance para lograr sobrevivir en las infernales calles libanesas, en las que la despiadada ley de la selva es la que reina.

Dentro de este catálogo (como si de ropa se tratase) de las distintas opciones de dolor que encontramos hoy en la humanidad, me marcó muchísimo la desesperación de Zain al enterarse de que su hermana, quien había menstruado por primera vez, corría el riesgo se ser ofrecida en matrimonio, a cambio de unas gallinas, al bodeguero cruzando la calle. La niña tenía tan solo once años.

No sé si fue grotesco, morboso o simplemente doloroso ver a estos chicos ser filmados chupando hielos con azúcar o comiendo leche en polvo atados a una cadena en medio de la calle, rodeados de cucarachas. Después de llorar y llorar, y por mucho que esta película nos muestra una realidad innegable, no pude evitar pensar: con películas como estas ¿qué es lo que se busca lograr? ¿un cambio en el psicosocial de la humanidad? ¿o una especie de manipulación mental, así como las pastillas de antidepresivos que el Zain mezclaba con agua para vender en la feria como «shots»?.

Con esa duda en mente me decidí a investigar un poco sobre las reacciones a esta película, encontrando todo tipo de opiniones, desde los que la consideran un claro llamado a la movilización en contra del abuso infantil, hasta los que cuestionan las intenciones detrás de la obra, llegando al punto de llamarla “pornografía de la pobreza”. Críticas y opiniones aparte, me encontré con un elemento en común: esta película, de una manera u otra, había encendido ánimos.

Descubierto esto y con mis dudas sobre la efectividad del activismo todavía en mente, me decidí a averiguar si algún cambio social se había dado a consecuencia de esta película. Desafortunadamente no logré encontrar más que menciones acerca de lo mucho que las escenas hicieron a distintos grupos “reflexionar”, situación que no podría, en cualquier caso, atribuirse a lo reciente de la película, ya que está hace pocos días celebró su tercer aniversario.

Un grado más de curiosidad me llevó a un artículo titulado “10 películas que cambiaron el mundo”, entre las cuales se nominan desde títulos conocidos por todos como “el día después de mañana” hasta películas de las cuales jamás había escuchado. Creo que el ejemplo más impactante del que leí fue “una chica en el río” que cuenta la historia de los asesinatos por honor de la cultura pakistaní y nos deja con la reconfortante anécdota de una ley en contra de los asesinatos por honor que fue promulgada al año siguiente, impulsada por el primer ministro pakistaní tras ver esta misma película.

La receta, por ende, pareciera funcionar. Y si bien todavía hay muchos escépticos, hecho que probablemente se deba a la impresionante cantidad de campañas virtuales que inundan nuestras pantallas y al mínimo número de estas que parecieran efectuar un cambio, no podemos negar que la mera posibilidad de una mejoría es más que suficiente para justificar nuestra atención. Después de todo, dudo mucho que en un futuro cercano llegue a borrar de mi mente la indignación que sentí al enterarme de una realidad que hasta hace muy poco para mí era infranqueablemente lejana.

En estos momentos, no me queda más que agradecer tantas bendiciones que me han tocado. Desde la posibilidad de ir a una universidad, tener una familia que cuidar o, simplemente, una vida que valorar. Muchas veces es necesaria una cachetada de realidad para caer en la cuenta de las muchas cosas que damos por sentado. Hace poco leí en un post en instagram «se amable, casi nadie la está pasando bien», efectivamente, está crisis que no pareciera tener intenciones de menguar en un futuro cercano nos llega a todos, a cada cual, de manera distinta, pero inevitablemente para peor.

En este momento, empoderada por los impresionantes ejemplos de transformación de los que me acabo de enterar, los cuales fueron impulsados por algo tan simple como la concientización, estoy más dispuesta que nunca a poner mi granito de arena, no importa qué tan pequeño parezca en un principio. Quien sabe hasta qué nivel pueda llegar.

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