Máxima, una de mis mejores amigas, pasó unos días de la semana pasada en Madrid, donde justamente yo me encontraba hace más de un mes visitando a mi querida hermana Fortunata. Las dos, ansiosas de un catch up, aprovechamos nuestra tarde para ir a una terraza a apaciguar el ardiente calor del verano con unos Gin Tonics bien potentes.

Por Cecilia de Orbegoso

Máxima, una de mis mejores amigas, pasó unos días de la semana pasada en Madrid, donde justamente yo me encontraba hace más de un mes visitando a mi querida hermana Fortunata. Las dos, ansiosas de un catch up, aprovechamos nuestra tarde para ir a una terraza a apaciguar el ardiente calor del verano con unos Gin Tonics bien potentes. Debo confesar, sin embargo, que el verdadero realce de la noche lo dio no tanto el hecho de haberme encontrado finalmente con mi querida amiga, más sí la impresionante transformación que pude notar en ella. Y es que, no más ver a mi amiga Máxima me di cuenta de que algo había cambiado en ella. Con el riesgo de sonar un poco más “hippie” de la cuenta, confieso que en ese momento pude sentir que su vibra había dado un giro de 180.

“Máxima, te veo de lo más serena. Tan solo mirándote me transmites muchísima paz”, a lo que ella me confesó, “es que he conocido a alguien que me gusta de verdad”. Inmediatamente en mi cabeza empezó a sonar la canción “aleluya”, puesto que ni siquiera en mis más locos sueños se me hubiera ocurrido que escucharía esa frase viniendo de mi amiga Máxima, quien siempre ha sido famosa en mi circulo de amigas por su absoluto rechazo al amor y a cualquier otro tipo de demostración sentimental.

“Bueno, cuéntame más de tu reciente galán” exigía yo. Acto seguido Máxima procedió con lo que solo puede ser calificado como la más pura y platónica descripción del hombre ideal. O, quién sabe, tal vez no era otra cosa que el contagioso entusiasmo de Máxima, el cual me hacía imaginarme a este muchacho a través de sus ojos. Él, alto, bronceado y con ojos cristalinos como los de un gato, se caracterizaba por su implacable empeño al momento de plagar a mi amiga de tardes de interminables charlas. Genuino, culto y brillante para los negocios, era un hombre tan interesante como guapo. “Siento que con él no tengo que presionar nada, no hay espacio para la ansiedad. Es más, el universo me da las respuestas. Me siento muy afortunada”

“Wow” le decía yo, “por favor cuéntame un poco más” con una gama de verde que, al buscar en el sistema Pantone, podía encontrarse clasificada bajo el matiz de “sana envidia”. Se habían conocido a través de una amiga en común, la cual le había insistido incansablemente a cada uno para que conozca a la otra parte, abogando que, sin lugar a dudas, eran el uno para el otro.

Así fue como, pasado mucho tiempo, después de mucha insistencia y contando aún con muchas dudas cuyas causas más adelante se evidenciarían que dicho galán iba a realizar el primer contacto. Así fue como, tras varios mensajes de texto, conversaciones por zoom, e incluso una visita poco planificada a Roma, ambos tórtolos, un mes después, finalmente se vieron las caras.

Pasaron 4 días de ensueño caminando por las calles de dicha ciudad. Él, banquero de profesión y filósofo de vocación, la instruyó en toda la corriente del estoicismo, los monólogos de Marco Aurelio, las esculturas de Bernini y, de paso, le recomendó que en la biblia lea las calamidades de Job. De noche se pasaban las horas sumidos en esas absorbentes conversaciones en las que, inexplicablemente, uno logra cobijar bajo una misma luna los enigmas más fascinantes de la humanidad con las cuestiones más banales de nuestra existencia, hasta el punto en que, de pedirse que se enumeren los temas tocados, no queda más que decir “todos y ninguno a la vez”.

La última noche antes de terminar esta surreal experiencia amaneció con un beso, acompañado de un café. No habían llegado al aeropuerto y ella ya se sentía extrañarlo. Amanecía cada día soñando con volverlo a ver. Ella quería descubrirlo cada vez más, prendida a su vida y él prendido a la suya, parando el tiempo con un murmullo en un mundo que no existía más allá de sus miradas.

“¡Qué maravilla! ahora cuéntame cómo se llama, a qué se dedica y cuántos años tiene”. Fue en ese momento, después de que Máxima se detuviera, dudando si darme o no las respuestas a estas preguntas, cuando me di cuenta de que, como en todo mito, había llegado el momento en el que los simples mortales, tras haber recibido una pequeña probada de la felicidad, son enfrentados a inevitablemente, como si de retribución divina se tratase, a un desafío individual. La forma en que responden generalmente determina si estos encontrarán el paraíso o, cual Prometeo, serán condenados a pasar el resto de la eternidad encadenados a una roca que muy bien podría estar representando el peso de sus fracasos.

Honestamente, no estoy segura de sí mi sorpresa se debió en mayor parte al hecho de que jamás se me hiera ocurrido que mi amiga consideraría tener una relación con un hombre mayor o, más probablemente, a la ahora extremadamente evidente diferencia entre lo que ella y yo aparentemente considerábamos un “Hombre Mayor”.  “¿Cuál es tu límite de edad con los hombres?” me preguntó ella, “¿Cincuenta?” le contesté. “Considera todo lo que te acabo de contar”.“Ehh… ¿Cincuenta?” reiteré con una sonrisa, a lo que ella me dijo “Bueno, se trata del hombre más lindo que en mis 32 poco escasos años he llegado a conocer”

“Ya, pero ¿Cuántos años tiene? ¿cincuenta, sesenta? ¿Está en alguna especie de Medicare?, “No seas ridícula, ligeramente más que sesenta. Ya ok, es mayor que mi papá”. Debo admitir que hizo falta que escuchara un tajante “tu silencio huele a discriminación por edad” para darme cuenta de que, efectivamente, esa última revelación me había dejado muda.

Debo confesar que, a primera instancia, mi reacción no fue de lo más alentadora. “Es vibrante, galante y generoso” me decía y yo, bastante picará, le dije, “estará buscando a alguien con quien divertirse un poco. y si es así, incluiría eso diversión en el dormitorio?” y mi amiga Máxima, educada, diplomática y cauta, como es caracterizada, me decía “No he llegado a ese punto todavía, pero ya conoces el dicho: “de noche todos los gatos son pardos” soltando una picara carcajada para calmar las aguas. Ahora bien, debo aceptar que mi pregunta, a estas alturas del relato, puede haberse debido no totalmente a la sana curiosidad de una amiga. Y es que, si bien me alegro increíblemente por Máxima, la historia que ella estaba contando era, sin lugar a dudas, el sueño de cualquier mujer, con la diferencia que ella, de alguna manera, había logrado continuarlo despierta.

Yo no podía evitar pensar, si esta relación se lograra, sería un puro mito de leyendas urbanas: Máxima, la dulce muchacha que, gracias al hada madrina quien los presentó y guiada por su corazón, se decidió a ignorar los juicios y miradas sediciosas de la gente, logrando así el nada despreciable galardón de vivir feliz por siempre.  (bueno de 15 a 20 años, como máximo)

Con el segundo Gin and Tonic me confesó que esta diferencia de edades, naturalmente, no había dejado de ser notada por este galán, quien aprovechó el camino al aeropuerto para soltarle la pregunta que tanto le había carcomido durante el fin de semana “¡Qué demonios! Voy a poner mis cartas sobre la mesa, Sólo me quedan unos pocos años buenos, y soy consciente de que una chica tan linda como tú puede conseguir al joven que quiera, pero cuéntame, ¿qué opinas realmente tú de estar con un hombre tan mayor como yo?”. Ella, bastante sabia para su edad, le contestó “a fin de cuentas, la edad es una ilusión. Tú has logrado transmitir en mi lo que no ha podido hacer ningún muchacho cercano a mi generación: ponerme en una situación de concordancia perfecta conmigo misma y absoluta paz, y eso es algo que no es muy fácil de encontrar. Prefiero mil veces pasar contados años buenos contigo que cincuenta años desperdiciados con alguien que no vale la pena”.

Se dieron la mano y entraron juntos al aeropuerto, y mientras ella hoy, pocos días después de este fin de semana de ensueños, espera ansiosa el próximo encuentro y con él la respuesta de si para el galán, al final de cuentas, el placer de la compañía fue lo suficientemente grande como para sobreponer las posibles críticas que pueda conllevar, yo no pude evitar pensar en lo siguiente: total, la vida se hace siempre de momentos, unidos caótica y fascinante mente en un rompecabezas que no pareciera tener sentido hasta que un día, al final de tu tiempo, volteas la cabeza y te das con la sorpresa de que todo este conjunto de decisiones, actos y abstenciones se entretejen hasta formar un fascinante patrón cuyo único objetivo es el de ser recordado con cariño y sin arrepentimiento, puesto que, no importa cuánto deseemos cambiar un solo hilo del ensamblaje, sabemos muy en el fondo que no se nos permitirá volver atrás.

Después de despedirnos no pude evitar preguntarme ¿valdrá la pena verdaderamente arriesgar metros y metros de felicidad solo para ahorrarnos ese ligero matiz de critica que, si bien no podrá evitar formar parte de la gama final del proyecto, difícilmente será percibido en nuestro maravilloso diseño final?

Suscríbase ahora para obtener 12 ediciones de Cosas y Casas por solo 185 soles. Además de envío a domicilio gratuito y acceso instantáneo gratuito a las ediciones digitales.