Era jueves por la noche y no sabría decir si nuestros cuerpos lo sabían, pero nuestras gargantas definitivamente hace mucho se habían dado por enteradas. El calor ardiente de Madrid, sumado a las ganas de aventura y parranda, llevó a esta manada, compuesta por tres leonas bien emperifolladas, a enrumbarse, en búsqueda de unas copas, a la puerta de Alcalá, coincidentemente a un bar llamado “El patio de los Leones”.  

Por Cecilia de Orbegoso

Debo confesar que la tribu se encontraba ligeramente desmoralizada. Y es que, en los aspectos del corazón, el 2020 había sido, efectivamente, el año de la rata y el 2021 nos había embestido como un buey, siendo el amor el palo y nosotras la piñata. Ahora, si bien los ánimos de todas se encontraban bajos, las razones para esto eran bastante distintas en cada una. Mientas mis dos amigas Fortunata y María Elena, se empeñaban en mirar al cielo y pedirle a Dios:

 “por favor mándame tú un galán, porque si lo elijo yo meto la pata”

Yo aprovechaba la pausa en la conversación mientras Fortunata terminaba de elegir el vino, para confirmar mi cita con el ginecólogo, al mismo tiempo que me preparaba emocionalmente para cuando, muerta de la vergüenza, tuviera que responder a la pregunta del doctor sobre mi actividad sexual diciendo que lo único que me ha tocado este último medio año han sido las revolcadas que me dio la vida. ¡Para qué lo voy a engañar!

Haciendo la cronología etílica de la noche, nos encontrábamos cambiando los fermentados por los destilados cuando Fortunata y María Elena se decidieron a actualizar los perfiles de sus recientemente descargadas dating Apps.

Acabada la primera botella de vino y tras ser reemplazada por ginebra recibí un mensaje de mi amiga Leonor, una simpática hondureña recién mudada a Madrid, quien me preguntaba si había sitio para ella en nuestra mesa.  Evidentemente sí. Total, donde beben tres beben cuatro.

Dado que la ocasión lo ameritaba, Leonor no tardó en ponernos al día de sus más recientes hazañas, las cuales, como buena recién mudada que había declarado a Madrid como su nuevo campo de batalla, eran tanto variopintas como abundantes. Fue durante una de sus más picantes anécdotas que Fortunata empezó a toser descontroladamente. Mientras María Elena y yo, ligeramente preocupadas, nos tapábamos la cara, Leonor, de lo más despreocupada, se reía y nos decía

«A mi no me va a dar Coronavirus. La vida me mandó a mi ex y Dios no castiga dos veces, así que no me estreso.

No hizo falta más para que iniciara el relato de otro de los fascinantes capítulos de su campo de Venus, los cuales eran cada vez más surreales, hasta el punto en el que uno no sabría decir si su curriculum vitae amoroso era de otro planeta o, más probablemente, de otra dimensión.

Comparativamente hablando, empezaba a mejorar el panorama de María Elena y Fortunata, imponentes féminas de la manada. Y es que, así como dicen que el jardín del vecino siempre es más verde, en este caso el de Leonor había sido invadido por un follaje compuesto de pura hierba mala.

Llegados a este punto considero que hace falta hacer un paréntesis. Y es que no puedo hacer otra cosa que aplaudir el optimismo y disposición de Leonor al decidirse a seguir buscando una pareja con la que pudiera ser finalmente feliz. Creo que es sabido por todos que, en el amor, a veces nos toca dar y otras recibir. De la misma manera, como lo dije previamente, hay veces en las que nos toca ser la piñata y otras veces el palo, por lo que estuve placenteramente sorprendida de descubrir que Leonor, tan acostumbrada a que le revienten el corazón a figurados palazos, pudiera contar sus anécdotas con una sonrisa en la cara, totalmente inmune a nuestras caras, las cuales rotaban casi instantáneamente de la alegría a la sorpresa y, mas veces que no, al horror.

“¡Que Casa de las flores ni que ocho cuartos! ¡Que descaro! Ni Soraya Montenegro se atrevía a tanto” pensaba yo al escuchar este cuento.

Para hacer el cuento corto, la historia que nos dejó media cara paralizada fue la siguiente:

Cuando Leonor cumplió 18 años, el hermano de su papá (y de paso uno de sus tíos más cercanos) le regaló una especie de pasaje “comodín” con validez de 3 meses para que arme su mochila y haga eso a lo que en ese momento muchos nos referíamos como “Eurotrip”.  No había pasado una semana del trayecto cuando, encontrándose en su segunda capital y coincidentemente compartiendo hierba de la buena, conoció en un café en Ámsterdam al muchacho que se iba a convertir en su hierba mala.

El amor surgió tan súbita como inesperadamente y, desde ese momento hasta tres meses después, no pudieron despegarse el uno del otro. No obstante, el final del verano llegó, y con este la inminente despedida.

Tanto el muchacho como ella, con ganas de más, tomaron la decisión de no cortar. Ella había empezado clases en una universidad en Chicago y el holandés, enamorado a más no poder, empezó a cruzar regularmente el charco para ir a verla. Todo parecía ir viento en popa, y un día el holandés sacó un anillo. Leonor, emocionada, contestó:

“¡Claro que sí!”

Listos estaban los planes de compromiso, la mudanza planificada, las damas de honor asignadas y el vestido entallado y elegido.

Sin embargo, a solo unos kilos de distancia de caminar glamorosamente por el altar, llegó, de un momento a otro, una gran cachetada del destino. Al llegar una tarde a su departamento antes de lo planeado, Leonor encontró a su futuro marido encamado, sin vergüenza alguna, con su mejor amiga, flatmate y, para hacerlo aún peor, dama de honor.

“¡Qué par de cretinos!” exclamaban Fortunata y María Elena, mientras que yo, ansiosa por conocer el final de la historia, le preguntaba:

“¿Como reaccionaste?”

“¡Que lástima, mido como un metro y cincuenta y aun así te quedé grande!” nos contó que le gritó Leonor, antes de dirigirse a su cuarto, armar maletas y largarse de ahí.

Pero la historia aun no acababa, ya que, como si fuera poco, ¡la ex flatmate quedó embarazada! Y los muy caras duras, nueve meses después, ¡contactaron a Leonor para ver si ella quería aceptar a la niña como su ahijada!

Boquiabiertas las leonas, escuchando perplejas esta historia, no podíamos evitar sentirnos ligeramente más afortunadas.

Leonor después nos contó que ese ex la había vuelto a buscar, ya que el rol de padre no le había terminado de asentar… por lo que había decidido, en su defecto, «pendejear«.

«¡Quién los entiende! Hay gente que te romperá el corazón y al día siguiente anda dándote likes como si nada» pensaba yo, mientras que Leonor, muy serena continuaba:

“A veces un simple “hey, perdida” puede ser el inicio de otros 3 años de terapia … y yo ya caí varias veces en esa trampa”.

Cuando le pregunté a Leonor si una de esas muchas “caídas” había sido con el infame holandés, ella solo se dignó a vaciar su copa. No le hice más preguntas.

Me he preguntado ya muchas veces por qué, sabiendo que alguien es malo para nosotras, muchas veces no podemos evitar volver a caer por las mismas palabras. Muchas de mis amigas, cuando les pregunto sus razones para haberse arriesgado por un hombre que hace mucho demostró que no lo vale, me respondieron:

“Quería darle una oportunidad más, para ver si había cambiado”

Difícilmente alguien podría decir que no ha caído en el mismo error, pero sí puedo asegurar, con absoluta certeza, que a veces son necesarias las desilusiones para trazar el camino de nuestras evoluciones.

A fin de cuentas, cuando alguien te decepciona, es como cuando te falla el cargador del celular: puedes hacer un par de maniobras y jalar un poco del cable, pero muy en el fondo sabes que dentro de poco el cable se te va a quemar. 

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