Nos encontramos en esa época del año en la que, incluso a pesar de que aún no haya caído la primera hoja seca, ya se puede sentir el cambio de estación. El aire ahora está fresco, la lluvia, elemento perenne en Londres, pareciera caer indicativamente y en las calles ya casi ni se percibe ese andar parsimonioso tan característico de los meses de calor.
El verano, tan caprichoso como siempre, pareciera estar decidido a hacerse de rogar incluso en su despedida, pero el otoño, imperturbable, ya hace mucho hace notar su llegada, trayendo con él no solo la ilusión de una próxima estación, sino también un sinnúmero de estilos frescos, placeres cambiantes y conversaciones por venir.
Mientras exploraba las profundidades de mi closet y me esmeraba en decidir cuáles de mis atuendos de media estación pasaban la valla para ser parte de mi nuevo look de temporada, no podía evitar pensar, sin cierto grado de desasosiego, como los cambios más llamativos de una nueva estación, lejos de ser metereológicos, siempre terminan viniendo del plano del corazón.
Para ser justa, mi opinión pudo haber estado parcializada, pues no más que una hora antes acababa de recibir un WhatsApp de Máxima que leía simplemente “No me vas a creer lo que me acaba de pasar”. Efectivamente, después de enterarme del chisme entero y a pesar de haber sido participe de esta historia desde su origen, aún me cuesta creerlo.
Para poner un contexto: 4 años atrás, mi colorida amiga llegó a Londres y no tardó en engancharse con uno de los solteros típicamente elegibles de la ciudad: un caballero amable, elegante y chapado a la antigua. En conclusión, un verdadero Lord inglés (término que en esta isla, cuando se utiliza, no es en sentido figurado).
Bronceado y sonriente, tenía muchísimo de galán latino, incluidas, aparentemente, las cualidades no tan favorecedoras, pues a pesar de ser de un tamaño bastante respetable (casi un metro ochenta) daba la sensación de ser chato.
Las sospechas de Máxima se vieron rápidamente confirmadas, pues ni bien llegado el momento de intimidad se descubrió la verdad: no se trataba de un tema óptico, más sí de los catorce centímetros de taco interno que tenía camuflados en los zapatos. A partir de ese momento ella no lo podría volver a mirar sin pensar en él como el Lord Elevate Shoes.
Se conocieron en el cocktail de despedida de la embajadora peruana a fines del 2018, cuando Máxima esperaba un Uber en plena lluvia. Dicho galán se le había acercado con la excusa de compartir su paraguas.
-“Te voy a regalar uno”- le dijo él cuando llegó el Uber de Máxima. Con esas palabras ella dio inicio a sus siguientes dos años de terapia.
El flirteo entre ambos empezó de lo más intenso, pues el hombre, en menos de tres semanas, ya le estaba declarando amor eterno. No hace falta mencionar que Máxima estaba fascinada.
-“Eres la mujer que estaba buscando para casarme”- le dijo una noche.
No hicieron falta ni dos semanas desde la romántica confesión del muchacho para que, poco a poco, fuera desapareciendo: cada vez contestando menos, cada vez más “ocupado” y, coincidentemente, los fines de semana siempre estaba “complicado”. Incluso una vez le salió a mi amiga con el cuento de que una salmonela lo había hospitalizado. ¡Semejante sinvergüenza!
Un día y sin dar ningún tipo de explicación desapareció completamente, ¡Por supuesto!
Y vaya a saberse qué tipo de hechizo lanzó este hombre sobre mi amiga, pues por más de que el romance que tuvieron fuera de lo más efímero, la ansiedad que este le generó a Máxima no solo fue dolorosa e intensa sino que, comparativamente, dio la impresión de durar una eternidad.
Fue así como, cual buena amiga y confidente, me vi convertida en el equivalente al Valium que Máxima terminó por necesitar a gritos por casi un año.
Ahora bien, por algo se dice que no se puede tapar el sol con un dedo. En este caso no hizo falta más que un poco de esa elusiva paciencia para que finalmente se aclararan las incógnitas. Después de todo, por algo es bien sabido que en toda buena historia el tiempo es el personaje principal.
Seis meses después del frustrante desenlace, scrolleando en LinkedIn, Máxima encontró al Lord Elevate Shoes taggeado en publicherry, donde lo más llamativo de la foto era nada menos que un bling bling que casi la dejó ciega. En ese momento finalmente hizo sinapsis: ¡no era que el hombre estuviera ocupado, era que el hombre estaba casado!
-“Y ni siquiera me regaló el paraguas… ¡Bastardo!”- recalcó una noche, enfurecida, mientras me ponía al día de la desgarradora conclusión recientemente descifrada.
Y ese fue el final de la historia. O al menos eso parecía, hasta que dos días atrás, mientras me preparaba psicológicamente para la titánica labor de sumergirme en las inmensidades de mi closet, me llegó el ya mencionado Whatsapp de Máxima. No hace falta mencionar que inmediatamente la llamé y lo que siguió fue una de las anécdotas más surreales de las que he sido participe en mucho tiempo.
Esa misma tarde, durante un algo menos caluroso día de verano que rápidamente migró a una lluvia potente, Máxima se encontraba tomando una copa de Chardonnay en un club en Knightsbridge, mientras aprovecha para poner en orden sus pendientes de la semana. No tardó mucho en darse cuenta de que un hombre con una cara de lo más familiar no la dejaba de mirar.
¡Era el Hermano mayor del Lord Elevate Shoes! Y es que, como buena millenial cuya quinta extremidad es un celular, Máxima había aprovechado sus épocas de crisis para stalkear casi patológicamente a la familia de su fallido galán.
Dos horas después, mientras Máxima miraba por la ventana y aprovechaba para lanzar una que otra maldición al ahora torrencial clima londinense, no pudo evitar llegar a la conclusión de que éste, no contento con ser tan malo como impredecible, pareciera haber vuelto su misión el contagiar sus malos hábitos a sus habitantes masculinos.
Súbitamente fue interrumpida por un sutil – “Excuse me”-.
Era su casi ex cuñado, radiante, sonriente y, aunque costara creerlo, con un paraguas en la mano.
-“Creo que vas a necesitar esto”- le dijo a Máxima, mientras se lo ofrecía.
-“¿Estás seguro? ¿Cómo hago para devolvértelo después?”- le preguntó, anonadada, ella.
-“No te preocupes, ¡quédatelo! tengo a mi chofer en la puerta.”-
No lo podía creer, ¡cuatro años después, el universo había mandado a su hermano para saldar esa deuda emocional!
Así fue como, una hora después de escuchar esta insólita e improbable historia, mientras me encontraba desempolvando abrigos de media estación, no pude evitar pensar: Si cuando alguien muere deja a sus herederos tanto patrimonio como obligaciones y deudas, ¿será acaso muy insólito pensar que lo mismo pueda ocurrir en el balance kármico familiar?
¿Acaso no tendría sentido asumir que cuando un miembro del clan se niega a pagar sus deudas cósmicas, el universo asigna a otro con mejor disposición e historial crediticio para regresar el balance familiar a neutro?
Ahora bien, no pretendo de ninguna manera implicar con esto que el desprevenido hermano sea responsable de pagar las deudas pendientes ni mucho menos que un mero paraguas compense los años de frustraciones e incertidumbres que siguieron a estas, pero debo aceptar que este simbólico gesto no fue solamente bien recibido, sino que, para usar las palabras de Máxima “si bien no tengo forma de cobrarle al susodicho todo lo que me dejó pendiente, de alguna manera ahora siento que puedo finalmente cerrar la cuenta”
En esta inesperada historia aún me encuentro lejos de descifrar si los sucesos se debieron a una mera y muy improbable coincidencia o a un regalo del universo para liberar totalmente a Máxima y permitirle empezar fresca de cero. Pero sí me queda clara una cosa: el Karma siempre se encarga, tanto de cobrar como de pagar.
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