La semana pasada, me invitaron a «un jueves de patas», versión Londinense. Es decir, una junta “al-te-co” (Almuerzo- Té-Comida) de un grupo de peruanos en la city of London, donde yo, además de infiltrada, era la única mujer del grupo.

Por Cecilia de Orbegoso

Dado que yo era la nueva, los presentes no tardaron en contar un poco acerca de ellos, lo que rápidamente nos llevó a intercambiar historias acerca del cómo, cuándo y porqué de sus razones para decidirse a cruzar el charco con dirección a esta magnética, vibrante y extremadamente competitiva ciudad, cuya personalidad, a mi percepción, se asemeja a la de un gato: es difícil pronosticar si te va a recibir con ronroneos o agarrar a arañazos.

Curiosamente, la gran mayoría trabajaba o en seguros o en fondos de inversión, así que cuando a mí me tocó contar un poco sobre mí, no pude evitar notar el ligero escepticismo con el que escuchaban cómo me dedicaba a documentar, vía libros y columnas, el performance tanto mío como de mis amigas, no en el mercado de valores, más si en el de las relaciones. Total, que tire la primera piedra quien no haya tenido su lunes negro en el mercado del amor. !!Sálvese quien pueda!!

Media hora después, mientras compartimos una botella de vino blanco helado y picábamos uno que otro langostino al ajillo, la atención viró hacia uno de los miembros del grupo quien, recién mudado a la ciudad, buscaba consejo para transitar de la manera menos aparatosa posible el laberinto hipotecario de viviendas en el Reino Unido. Tenía mil y un dudas, ¿Valía acaso la pena optar por una hipoteca de tasa fija a largo plazo, ligeramente más cara? ¿o era acaso preferible arriesgarse y apostar por una tasa variable, a corto plazo mucho más atractiva?

– «Total» – comentaba él – «durante las últimas 3 décadas, las tasas de interés no han hecho más que bajar ¿Qué tan mala suerte tendría que tener para que eso, de la nada, cambie drásticamente?” –

– «Ojo al piojo con la tasa variable, ya que nunca hay que desestimar el poder de la volatilidad» – se apresuró a argumentar otro miembro del grupo.

No pasó demasiado tiempo antes de que nos sumergiéramos en las complejidades del programa de subsidios hipotecarios de los 80s, el cual, a pesar de haber sido presentado inicialmente como el ambicioso esfuerzo de una orgullosa Margaret Thatcher por expandir la propiedad de viviendas, terminó teniendo un efecto tanto opuesto como devastador. Una venta forzosa de viviendas estatales a inquilinos y generosas exenciones fiscales relacionadas con las hipotecas terminaron por llevar a sus beneficiarios a un status quo artificial e inviable: el valor de la deuda se volvió mayor que el de la vivienda en sí, tras lo cual muchos terminaron por perderlas.

– «Estas personas no tenían colchón de ahorros y no podían permitirse pagos más altos comparados al valor de la propiedad.» – escuché a alguien comentar.

– «¿Por qué no recogen su pérdida y se van?» – preguntó alguien más, haciendo alusión a la vieja táctica de hacer perro muerto.

Inmediatamente mi cabeza, que ya hace varios minutos se había desconectado de la repetitiva discusión para enfocarse en planear el tema de mi siguiente columna, se aferró a la pregunta y, más que ello, a las implicancias de esta en el campo del enamoramiento. Y es que mientras más lo pensaba, más entraba en la realización de que el dating, lejos de envidiarle al mercado del Real Estate, pareciera haber sido creado bajo los mismos principios.

Así como en un lado vemos hipotecas donde solo se paga el interés y se deja para el final el pago del capital, en el otro nos encontramos con pseudo relaciones sin acuerdos de exclusividad. Los principios usados en las evaluaciones crediticias para evaluar los activos, pasivos e historial de los candidatos fácilmente podrían seguir el mismo algoritmo que los filtros aplicados en un dating App para alejar inmediatamente a un prospecto cuya tasación no resulte conveniente. Y, por si fuera poco, una vez conseguida la hipoteca o logrado el «match»: muchísimo love bombing, inmediatamente seguido de un frío «ghosteo» por parte de la contraparte. Como una especie de «perro muerto» con la amortización de la deuda.

Y es que, pensando en mis amigas y nuestra dinámica del dating, por más de que las evaluaciones crediticias de los galanes en nuestros portafolios arrojen tan solo red flags, la gran mayoría no ven la hora de colgar «las tangas» en el mercado de la soltería. Sin embargo, el adverso mercado al que tenemos que hacer frente no hace más que sembrar dudas sobre nuestro atractivo como candidato potencial, y una vez asignada una hipoteca, ¿cómo aseguramos nuestro valor como propiedad?

A fin de cuentas, no podía evitar preguntarme, ¿Quién es quién al momento de ponernos pautas para contemplar nuestro valor? ya que por más de que tengamos distintos perfiles, algunas con menos preocupaciones financieras, otras con poca estabilidad económica, unas con más prospectos y galanes, pero casi todas con nula estabilidad amorosa, el común denominador es que cada una de nosotras cuenta con muchas experiencias vitales en nuestro historial, ¿Acaso eso no significaba nada?

Después de todo, el desamor y las rupturas son el trabajo más duro. ¿Así que no debería haber algún tipo de mérito por soportarlos y seguir intentando?

Y si no es así, ¿cómo conservar el sentido del valor cuando no tienes nada concreto que alardear, o por lo menos mostrar? Porque al final de otra casi relación fallida, cuando todo lo que souvenirs que nos quedan son heridas de guerra y dudas sobre nosotras mismas y nuestro porvenir, no podemos evitar preguntarnos ¿De qué sirve todo esto? ¿No me sale más a cuenta tan solo alquilar?

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