Un domingo cualquiera, de esos que se caracterizan por una efímera ilusión de que al fin toca un descanso, solo para inmediatamente ser opacada por la densa bruma de lunes naciente, mi amiga Vilma, recién mudada y aún evaluando si esta ciudad la sorprenderá para bien o para mal, pasó a visitarme rápidamente por la tarde a mi casa.
Mientras yo llenaba las copas, ella, emocionada, desbloqueaba su teléfono para enseñarme sus últimas poses por esta extensa ciudad; sobre las cuales me había atribuido rol de emperador: pulgar arriba si la foto se subía, pulgar abajo si ni usando los filtros de las Kardashian esas fotos se compartían.
Mientras yo me concentraba en deliberar sobre cuál de todas esas fotos podría tener efectivo potencial para ser posteada, ella me comentaba sobre algunas de sus más recientes hazañas, las cuales, actualmente, eran más que escasas: la pobre Vilma se encontraba haciendo papel de turista sin fecha de partida en el desafortunado momento en el que sus amigas se hallaban totalmente ocupadas y los planes alternativos, gracias a esta pandemia, eran cada vez más limitados.
Veinte minutos después tocó el timbre mi amiga Bettina. Bohemia, sarcástica y, sobre todo, sincera, aguda y directa, sus mil dilemas eran una mezcla entre dudas académicas e interrogantes profesionales, los cuales (bastante menos banales que los de Vilma) la tenían al filo de la navaja. Sentadas en mi sala, negroni en mano, Bettina y yo hacíamos catarsis profesional, mientras que Vilma, abstemia, revisaba el perfil de un potencial galán que había encontrado en un dating app del que nunca habíamos escuchado hablar.
Vilma repentinamente nos interrumpe, y nos dice, «chicas, ustedes que llevan viviendo varios años acá, ¿no tendrán algún prospecto que me puedan presentar?» y dado que nuestros contactos tienen más de cachorros que de machos alfa, a Vilma no le quedó más que añadir ¿mejor un grupo de amigos con los que pueda salir?
Al tratar de hacer la selección y tras darle más de una decena de opciones, nos dimos cuenta de que Vilma tenía un requerimiento que parecía ser factor prioritario: solo quería parar con gente “regia y bonita”, haciendo caso omiso a la personalidad, como si la proximidad a la belleza le fuese a asegurar una noche colosal o, yo qué sé, probablemente más likes en Instagram.
Tanto Bettina como yo le dijimos, casi de manera coordinada, que eso de la pose y la apariencia era, para nosotras, cada vez un tema menos relevante “Vilma, yo para esas cosas ya no tengo paciencia: estoy agotada, llena de trabajo y con mil cosas que hacer. A estas alturas, si por A o B decido sacrificar algo de mi tiempo, se lo voy a dedicar a las personas que realmente quiero”.
Ya sola, nuevamente, no pude evitar pensar cómo con el paso del tiempo me he vuelto mucho más selectiva con la gente a la que hoy por hoy tengo la certeza de considerar amiga. Yo, así como muchas otras personas a las que conozco, le hemos perdido tolerancia, como si de alcohol se tratase, a más de un personaje. Ya no se aguanta al egocéntrico, ni a aquel que solo te llama para contarte penas. Siendo honestos, sin ánimos de construir críticas, más me provoca invertir ese tiempo con quien me haga sentir completamente feliz de ser yo misma. Al fin de cuentas, no todos los tragos merecen la pena, y mucho menos se merecen la resaca.
No pude no preguntarme entonces ¿en qué momento cambió la prioridad? ¿Cuándo cambiamos vanidad por afinidad? ¿Será que mi escala de valores está al fin asentada? O, por el contrario, ¿se deberá esto a una autoestima más consolidada?
No sé la respuesta a estas preguntas. Solo me consta que el momento en el que dejé de elegir a las personas que me rodean por la manera en que el resto las veía y empecé a considerar la manera en que los veía yo, fue también el momento en el que dejé de preocuparme por actuar como la persona que los otros querían que sea y empecé a actuar como la persona que yo quería ser. No por nada se dice “dime con quién andas y te diré quién eres”.
Debo confesar que, de mi lista de buenos amigos, ya sea tanto por casualidad o en algunos casos por voluntad, hay gente que ha entrado, hay gente que salido y uno que otro ha sido expectorado, y, aunque el proceso de “detox” no fue ni rápido ni fácil, no me arrepiento de haberlo realizado. Finalmente, si debo sacar un aprendizaje de esa tarde de domingo, es que para poder hacer brillar mi yo exterior, primero tiene que resplandecer mi yo interior.
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