La semana pasada tuve la dicha de alojar por una noche a mi querida amiga Emma, quien iba a estar unos días en Londres como escala en su camino a Hong Kong para una feria de joyería. Así que, sin pensarlo dos veces decidí organizar un «girls night out» con nuestras comadres Máxima y Leticia. 

Por Cecilia de Orbegoso

Por ello, el miércoles, a las 9:30 pm, las integrantes de este cuarteto de féminas, bastante emperifolladas, nos encontramos en el restaurante «it» del momento, Bacchalania en Mount Street, con planes de cerrar la noche con unos dirty martinis en 5 Hertford Street.

Yo, quien generalmente vivo a través de mis amigas en lo que respecta al mundo del dating, no pude esperar al primer cocktail para pedirles a cada una de las presentes un update en sus respectivos campos de flirteo y romance. En esta ocasión acompañada por Máxima, quien, a pesar de ser campeona olímpica en ese deporte de alto impacto al que denominamos dating, contra todo pronóstico, seguía en una monógama relación con Simón, a quien conoció en la puerta de un pub mientras ella salía despavorida de un date de terror.

Al escuchar las últimas actualizaciones de amor de mis amigas, no pude dejar de notar con bastante sorpresa, de que, a pesar de que podemos socializar sin preocupaciones sanitarias como lo hacíamos antes, ellas seguían confiando ciegamente en los dating Apps para interactuar.

Emma aprovechaba para enseñarnos la foto de sus últimos matches en Hinge, mientras que Leticia aún seguía cumpliendo su semana de duelo, ya que era nuevamente una damnificada más de esa tan temida práctica a la que conocemos como ghosteo. Esta vez, el causante de su pena tanto de ego como de amor, era un marketero italiano, diez años menor, que encontró en Bumble.

Mientras echaba a un vistazo al amplio buffet de perfiles que mis queridas amigas había preseleccionado, me quedé asombrada al ver cómo Emma y Leticia se veían de lo más atraídas a chicos de veintitantos…y no eran las únicas, ya que en el lapso de dos semanas me había cruzado con otras tres amigas, bordeando los 40 años, que con orgullo hacían alarde de sus millennials galanes.

¿Eran acaso los hombres veinteañeros la nueva droga de moda? Por lo menos yo ya tenía identificadas varias usuarias recreativas. Sin embargo no podía evitar preguntarme ¿Que tanto le ven a un chico menor? y más aún, ¿Qué es lo que ellos ven en nosotras?

Vino a mi un dejavu de dos años atrás cuando la mismísima Emma, después de una interminable encerrona “de miércoles” en un hotel del aeropuerto, llegó, con maletas en mano, a quedarse unos días en mi casa ya que tenía que venir a hacer un trámite de vida o muerte en Londres y, dado que el Perú formaba parte de la “red list” pandémica, no había forma de que se librase de esta obligatoria cuarentena. (no sabría cómo explicar, en ese momento, la emoción que me causó saber que no solamente volvería a ver a una de mis mejores amigas después de casi un año y medio, sino también que al fin podría compartir con alguien el mismo espacio, dejar de hacer monólogos frente al espejo y que mi mayor contacto con el mundo dejaría de ser la pantalla de un teléfono).

Ni bien descorchada la primera botella de prosseco, procedimos con una rápida actualización de lo más reciente de nuestras vidas, tras lo cual, y seguido de varios intentos fallidos de descifrar nuestro futuro más cercano con las cartas del Tarot, Emma sacó un necesser gigante de maquillaje de su carry on.

-¿A dónde te vas? – le pregunté.

A lo que ella me respondió:

– Me la he pasado mensajeando toda mi cuarentena con este chico que conocí en Hinge, y tengo un date con él en Covent Garden –

-¿Ah sí? – insistía yo, exigiendo poco sutilmente algo más de detalle sobre este personaje.

– No sé mucho. Algo tiene que, por lo menos virtualmente, hizo que me cayera muy bien. Ya me enteraré, pero sí te puedo revelar un secreto: el galán en cuestión tiene veintitrés! –

– ¿Veinitrés que? ¿Años de vida artística?” le pregunté.

– No, veintitrés años de edad –

-Ay, mira tú Emma. por un pelo esto no es ilegal- le contestaba yo, de lo más jocosa.

Efectivamente, no podía negar que mi amiga Emma contaba con un papel protagónico en muchas de las mejores escenas que, no me queda duda alguna, seguirán presentándose gratuitamente en mi cabeza durante las próximas décadas: relaciones complejas repletas de risas y desamores, cada una más estrafalaria que la anterior.

Fue entonces cuando, ya entrada la madrugada a mi casa, Emma volvió a casa con una sonrisa de oreja a oreja. No hace falta mencionar que, independientemente de la hora, a Emma no le quedó de otra que sentarse y hacer frente a mi gran demanda: necesitaba saber con lujo de detalles todo lo que había ocurrido en su noche de parranda.

-Fue de lo más educado, amable y divertido. No descartaría tener un breve romance, la química fue bastante intensa. Además, no hay forma de ponerle precio a todo lo que me he reído.

El muchacho, sin embargo y a pesar de haberse mostrado encantador, no podía evitar demostrar un grado de madurez que iba perfectamente acorde con su corta edad: había decidido posponer por un par de años la universidad y, durante ese período, se entretenía dibujando sus propios comics, ya que tenía alter ego de súper héroe y, para rematar la imagen, tenía un skate que de vez en cuando usaba para patinar. Si bien estas cualidades eran perfectamente aceptables y no había nada inherentemente malo en ellas, yo no podía hacer la vista gorda al obvio problema que saltaba a la vista: Emma y este nuevo muchacho no tenían nada en común el uno con el otro, así que no veía forma lógica alguna de que esa relación pudiese tener una larga duración ni mucho menos un destino final cuasi formal.

– Sigo intrigada, ¿cómo así accediste a salir con alguien de esa edad? – Le insistí yo.

– No sé qué me pasó, pero de repente me sentí tentada a quedar con este “Superboy”. Incluso yo, con lo heroína que soy, fui incapaz de resistirme – fue la conclusión.

Así que nuevamente en Bacchalania, el miercoles pasado, Máxima, acostumbrada a hombres ligeramente más experimentados (vamos, uno de sus más recientes salientes, el sexagenario Giovanni, le doblaba la edad) saltó inmediatamente a decir:

– ¿No te parece demasiado joven?

– ¡No es tan joven!

– ¡Tiene 25 años! Su generación tiene una letra totalmente diferente a la nuestra.

– ¿A quién le importa? – nos dijo Emma – La edad es una ilusión.

No podía evitar preguntarme los motivos detrás de esta atracción ¿Será que realmente considera la edad como una ilusión? ¿O es acaso la respuesta de Emma frente a un inminente periodo de transformación? Un par de años atrás, con un sinsabor, recibimos su cumpleaños número 30, sin darnos siquiera cuenta de la rapidez con la que la adultez y todas las responsabilidades que esta implica habían tocado su puerta. Después de todo, en la sociedad actual, cargada más que nunca de una preocupante obsesión por la juventud eterna y por expectativas francamente imposibles de lograr, me queda la duda de si las mujeres de mi generación estamos verdaderamente logrando convertirnos en adultos maduros y responsables o si, por el contrario, nos encontramos frente a un marcado punto de inflexión, en el cual intentamos revivir ciertos episodios de nuestra adolescencia para intentar compensar por los objetivos imposibles que nosotras mismas nos hemos trazado. ¿Será que Emma estaba frente a una gran crisis causada por la ciega negación?

Por lo que veo, Emma sigue decidida a tener en su bitácora un affaire lleno de diversión.

-Total- decía esa noche mi amiga – ¿Cuál es el pecado en tratar de recordar una época más simple, pasar el rato, y si es posible, revivir aquellas anécdotas de cuando recién teníamos veinte años?

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