Llámenos cínicos, pero cuando Paris Hilton, Kylie y Kendall Jenner, Bella y Gigi Hadid y un puñado de modelos de Victoria’s Secret aparecen en el desierto de California vestidas en gamuza, flecos, hot pants, bikinis de crochet y plumas indígenas para celebrar una nueva edición de Coachella, nos cuesta tomar este “festival de arte y música” muy en serio. Quizá en esto somos los únicos, porque los miles de visitantes que llegaron a participar en el primer fin de semana de shows pareció tomarse el asunto muy, muy en serio, como si una barba de cuatro días, unos anteojos de sol redondos y tornasolados, un cintillo de flores, una dirección en Silver Lake o Brooklyn y un par de broches anunciando el apoyo a Bernie Sanders fuera todo lo que se necesita para declararse rebelde, iconoclasta, rupturista, bohemio y creativo en estos días. Eso, y un iPhone para tomar y compartir selfies.
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Esta réplica pálida y algo aguada de Woodstock tiene, sin embargo, un enorme éxito. Es el festival de la generación post-hipster, la generación millennial, la generación selfie, la generación que no tiene prejuicios para mezclar cultura “high” con cultura “low”, agregar a eso una buena pizca de comercialismo con sabor a indie y suficiente fama, moda y sex appeal para conseguir cien o doscientos seguidores con un solo clic.
El poder de Coachella está bien evidenciado en la lista de músicos participantes. En el mismo escenario donde el año pasado aparecieron Drake, Madonna y Kanye West, en esta ocasión aparecieron Sia –y su peluca–, Rihanna y Calvin Harris, tan conocido por su talento como por su noviazgo con Taylor Swift, otra fanática de Coachella.
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Hailey Baldwin, la novia o ex novia de Justin Bieber (solo ellos saben la verdad) también llegó a Indio, California, para relajarse y reunir material para su cuenta de Instagram, al igual que las modelos Alessandra Ambrosio y Constance Jablonski, las dos perfectamente uniformadas con el look Coachella: un guardarropa tan definido por el neohippismo californiano que parece sátira. Antes de perderse en ese océano de amantes de la música con flores en el pelo y escuchar conciertos junto a un enorme letrero que decía, sugerente, “bésame mucho”, las celebridades se dirigieron a las pre-parties organizadas por marcas de lujo, moda, alcohol y tecnología en el Empire Polo Club.
El nombre de este recinto deportivo y social, escenario de algunos de los campeonatos de polo más apasionantes que California haya visto en su historia, es perfectamente adecuado para describir el ambiente que se vive ahí durante los días de Coachella: exclusivo, privilegiado y con aroma a VIP. Rihanna, Katy Perry, Emma Roberts y Leonardo DiCaprio fueron vistos en ese sitio durante una fiesta ofrecida por Levi’s y el tequila Don Julio. “Vanity Fair” ocupó el club como set para un portafolio fotográfico de las estrellas en Coachella que incluyó a la modelo Suki Waterhouse, Kristen Stewart, Jared Leto, A-Trak, Cleopatra Coleman, Jesse Metcalfe y The Misshapes, que cuando no están en California viviendo días de amor y libertad, están en la primera fila de los desfiles de Chanel en París.
A diferencia de Woodstock, lo que se vive en Coachella no es una revolución; es una promoción. Y aunque su espíritu está destinado a durar menos que los yeah, yeah, yeah de Sia, el narcisista encanto de su juventud es eterno.
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Por Manuel Santelices