En una ciudad en la que verse diferente suele levantar cejas, chismes y críticas, Mimi Burstein celebra las ganas de “producirse”, cuidarse y destacar.
Por Mimi Burstein
– Asu, ¿adónde vas?
Esta pregunta por suerte nunca me la ha hecho mi esposo –y por eso y por varias razones más ya cumplimos nuestra primera década juntos–. Esta pregunta no tiene que ver con relaciones de pareja, sino con relaciones amicales, con esa relación entre mujeres y cómo en ciertas ocasiones somos nuestras principales críticas. Es importante identificar que no es un pedido de información. Se nos está pidiendo una explicación acerca de por qué salimos vestidas así de casa. Un juicio de valor se desliza sigilosamente, un “desapruebo tu vestimenta”, además de un “considero que te pasaste y que la ocasión no amerita tu excesivo arreglo”. ¿Perdón? Retrocédanme ese casette.
Quiero pensar que conforme pasan los años y maduramos (a la par que lo hace nuestro entorno) disminuye la inclinación a querer recortar libertades y aumenta el reconocimiento y respeto por las decisiones que toma el otro.
Recuerdo dos momentos en que esta irónica pregunta me fue formulada. Fue hace unos años. Era el cumpleaños de una amiga cercana que celebraba en su casa una reunión íntima. Yo me presenté con una minifalda de cuerina negra con flecos (era un tiempo en que aún me entusiasmaba parecer de 21 años), que combiné con una blusa manga larga en negro y ivory, pantis negras y unos zapatos altos. La verdad es que me sentía muy bien y hasta innovadora con mi look. Y entonces: “asu, ¿adónde vas?”. Mi sensación positiva no se afectó con esa frenada de tren, pero sí se generó instantánea y ligera antipatía por la amiga de mi amiga, la dueña de la pregunta. A la cual respondí con un evidente “Aquí”.
Tiempo después, fue la misma persona que me preguntó, en un baby shower, adónde me iba –cuando ya estaba “en el lugar”–; le contesté lo mismo, y me quedé con las ganas de responderle que la suya, más que una pregunta, era una opinión, y que al parecer su reflejo en el espejo no le estaba generando seguridad.
Mi actual profesión como asesora de imagen aplaude y elogia todas las excentricidades que pueda permitirme y recibo a diario miel y no hiel. De más está decir cuánto me encantaría que esa preguntona amiga de mi amiga sea mi clienta.
Si, en cambio, has sido tú quien ha lanzado esta daga invisible, probablemente no seas consciente de lo trasmitido, pero te invito a mirarlo. Es probable que la falta de energía dedicada a arreglarte ese día te haga proyectar en el otro un exceso que desapruebas. O simplemente no se te ocurrió que la ocasión lo ameritaba y ahora algo se ha movido en ti.
¿Entonces qué hacemos con todo esto? Le damos vuelta y buscamos la conexión. Transformar ese sentimiento de dudosa vibración es posible.
La competencia entre mujeres es algo que debe quedar atrás en todas sus formas. Ana de Miguel Álvarez dirige el curso “Historia de las teorías feministas” en la Universidad Computense de Madrid. Ella cuestiona que en estos tiempos hemos llegado a decir que todo lo que una mujer decida libremente o la empodere ya es liberador. Es decir, “si todo vale, nada vale”, porque todo pierde sentido y significado. Lograr la verdadera unión entre mujeres es para mí el gran reto del movimiento feminista y para eso el comienzo es dejar de lanzarnos objetos punzocortantes entre nosotras. Duele.
Entonces algunas ideas aplicadas de cómo extinguir el “¡Asu!” y compañía:
“¡Wow!”
“¡Qué bien estás!”
“Me inspiras.”
“Me haces querer estar mejor.”
“Se te ve feliz.”
Para terminar, hoy se habla de las tribus millennial y de la necesidad de conectar con lo ancestral. Tribu es una palabra que admite a más integrantes. Que genera un sentido de pertenencia. Un conjunto abierto que se cuida, se protege y que espera por más mujeres que generen espacios de contención. Mujeres con ganas de ser buena onda, que puedan alentarse y reconocer lo bueno en la persona que tenemos al frente. A practicarlo si queremos ser invencibles y salir con pancartas en la próxima marcha.