El pintor trujillano Gerardo Chávez festejó su cumpleaños con una gran retrospectiva en el Museo de la Nación en 2017. En esta entrevista, recuerda su niñez en el pueblo de Paiján, la travesía a Europa junto a Tilsa Tsuchiya y Alfredo González Basurco, el descubrimiento de su obra por Roberto Matta en Roma, el ascenso entre las galerías europeas y los alborotados años sesenta. Sobre su obra mayor reflexiona: “Ahora ya no trabajo; juego”.
Por Renato Velásquez
Gerardo Chávez es fuerte como un algarrobo. Se mueve con energía entre las obras de su taller: caballos traídos de la India, máscaras de Papúa Nueva Guinea, tambores africanos, obras de Wilfredo Lam, esculturas propias y ajenas, huacos mochica y chimú.
Dice que no tiene idea de cuántos cuadros ha pintado, pero que deben ser más de mil. “Después de recorrer tantos colores, mi obra se dirige hacia un perfil monocromático que es el de los cerros, el del desierto”, sugiere.
La patria del artista es su infancia. ¿Cómo fue la tuya?
Tuvo sus dolores, pero los he venido sublimando con el tiempo. Me quedé huérfano a los cinco años, y mi padre me llevó al pueblo de Paiján, donde viví con mi madrastra. Aunque ahora prefiero recordarla como la señora que me crió, la esposa de mi padre. Creo que si ella no hubiera existido, nunca me hubiera rebelado para ser artista… Cuando comencé a tomar conciencia de que mi madre había muerto, recuerdo que miraba hacia el cielo y la identificaba con la estrella más luminosa de todas.
No había luz eléctrica, y la gente se alumbraba con lámparas de querosene. Cuando se acababa el combustible, hacia las diez u once de la noche, todo quedaba en tinieblas. Y los niños nos reuníamos para contar historias sobre el diablo, y nos inventábamos nuestro diablo, que venía a caballo blanco, echando fuego por la boca… Era fascinante.
Pintor de puertas
Gerardo Chávez cuenta que en ese pueblo fue un niño extraordinariamente libre. Jugaba con la cometa, robaba fruta verde de las huertas y trabajaba pintando alegorías de paisajes suizos en los restaurantes. Además, vendía raspadillas, helados y periódicos.
¿Cómo tomaste conciencia de tu talento para la pintura?
Al principio, quería liberarme del pueblo haciendo arte, pero en los circos. Quería fugarme para ser payaso o trapecista. Un día, cuando pintaba uno de esos portones enormes de Paiján, una señora me dijo: “Tú vas a ser un gran pintor”. Fui a buscar esa palabra en el diccionario; le pregunté a mi profesor qué era eso. Él, a su manera, me habló de Miguel Ángel y el Renacimiento italiano. “Tú, que dibujas tan lindo, podrías intentarlo”, me animó.
Tenías un hermano mayor que ya era pintor: Ángel Chávez.
Dos semanas después, él salió en un reportaje del periódico “Última hora”, titulado “Los grandes del pincel”. Entonces se prendió la fogata: “Quiero ser como mi hermano Ángel Chávez”, me propuse. Empecé a ordenar mi pasión pintando cada vez más, modelando cerámicas… La creación ya estaba conmigo.
¿A qué edad logras huir de Paiján?
A los diez u once años. Viví con un hermano que era futbolista, luego con una hermana que me ayudó a terminar el colegio. Cuando llegué a Lima para vivir con Ángel, ya tenía diecisiete años. Él me contó que la pintura era una carrera muy dura, y me aconsejó estudiar otra cosa: ser arquitecto. Aproveché que ganó un premio nacional de pintura (el Francisco Laso, 1956) y me fui de su casa. Me matriculé en Bellas Artes y ahí me encontré en mi ambiente: todo el mundo se sentía artista. Terminé la carrera con honores y estaba decidido a irme del Perú: aquí tenía la sombra de mi hermano, que ya era un gran pintor.
¿Cómo fue tu llegada a Europa?
Nos embarcamos con Tilsa (Tsuchiya) y su novio de ese momento: (Alfredo González) Basurco. La idea era ir hasta París, donde Basurco se había ganado una beca, y vivir bajo su sombra porque ninguno tenía dinero. Llegamos a Nápoles, y de ahí seguimos hacia Roma y Florencia, que a mí me pareció una meca maravillosa: Giotto, Rafael, los Médicis, todo eso lo había estudiado y admirado. Entonces, les anuncié: “¡Me quedo!”. Y Basurco me dijo: “¡Cómo nos vas a dejar! ¡No tenemos ni medio!”. Me quedaban treinta dólares de los cincuenta que me había dado mi hermana, así que los repartí entre los tres. De esa forma, obtuve la autorización moral para separarme de ellos (risas).
Te quedaste en una ciudad completamente desconocida con solo diez dólares…
La primera noche me cobijé bajo el Ponte Vecchio y la segunda, en la Piazza della Signoria, ante una escultura maravillosa, “El rapto de las Sabinas”. Luego fui a una dirección que me había dado un peruano que había vivido allí, y pedí que por favor me dieran una habitación, que el cheque me iba a llegar a fin de mes. Me atendió una viejita que no me creyó. Pasé una noche más al aire libre, hasta que llegó su nieto de Génova, un venezolano. Él me aceptó. Me compré una guitarra que me costó ocho dólares sin saberla tocar, y empecé a aprender mis primeros runrún en un restaurante al que llegaban muchos latinos. Con los otros dos dólares, compré pan y mortadela. Finalmente, había llegado a Europa.
¿Es usted el pintor Matta?
Gerardo Chávez tenía entre veintidós y veintitrés años. El primer mes no pintó, y comía donde lo invitaban los amigos latinoamericanos radicados en Florencia. El segundo mes desempacó su caja de colores Fénix que había llevado desde el Perú, y comenzó a crear en la misma ciudad en la que lo habían hecho Rafael, Miguel Ángel y otros maestros del Renacimiento. Como no tenía dinero, iba a las iglesias para apreciar las obras de Caravaggio.
Cuando ganó sus primeras monedas, entró a la Galería de los Uffizi, donde se moría por tocar “El nacimiento de Venus”, de Botticcelli. “Pero había muchos guardianes cerca… Solo quería tener la satisfacción de decir: ‘¡Te toqué!’”, recuerda.
Desarrolló su destreza con la guitarra y comenzó a dar serenatas. Iba a todas partes con un ejemplar de “Los heraldos negros”, de su paisano César Vallejo. “Comer o no comer, eso no importaba. Si tenía algo de dinero, era para hacerme con un pincel y unas telas. La profesión me llamaba intensamente”, cuenta Chávez. Ocho meses después, el joven pintor peruano ya exponía en Roma.
¿Qué artistas latinoamericanos te influenciaron en Europa?
Matta se presentó como un padre para mí. “¿Qué haces comiendo tantos tallarines en Italia?”, me dijo. “Tienes que venir a París”.
El artista chileno, ya consagrado en ese momento, había visto un par de cuadros de Chávez en una galería romana y había preguntado por ese artista que consideraba “interesante”. El galerista telefoneó inmediatamente a Gerardo, pero cuando este llegó a la galería, Matta se había ido. Le dieron la dirección de su hotel: el Grand Hotel Palace, cerca de la Piazza Espagna. Chávez llegó hasta el lobby, e identificó a un latino con un sombrero.
–¿Es usted el pintor Matta? –lo abordó.
–Come mai? –respondió Matta, en italiano.
– Soy el pintor Chávez. Usted apreció unos cuadritos míos en la galería…
“Matta se soltó y me empezó a tratar como un buen padre”, continúa Gerardo. “‘¿Dónde vas a comer?’”, me preguntó. No supe qué responderle, y me invitó a ir con él. Iba a reunirse con Gómez- Sicre, un personaje que se ocupaba mucho de artistas latinoamericanos”, narra Gerardo. De hecho, el cubano José Gómez-Sicre era uno de los promotores más influyentes del arte latinoamericano de esos años. “Ante esos dos grandes (Matta le llevaba a Gerardo más de treinta años), yo no dije nada durante la comida. Al terminar, Matta me invitó a París”.
– Mire, Matta, yo tengo problemas –se disculpó Gerardo ante la oferta.
–¿Quién no los ha tenido? –exclamó Matta.
– Mi mujer está encinta. Va a dar a luz mañana o pasado.
–No importa. Espera que nazca el niño y te vienes a París.
–Pero… ¿cómo voy a hacer? No tengo dinero…
– No hay problema. Pasa por la galería, te voy a dejar un chequecito.
“Ese chequecito de cien dólares me ayudó muchísimo. Matta se comportó como un hombre extraordinario, caramba. A la semana dio a luz mi compañera y, bueno, le pedí venir conmigo a Francia. No quiso, se fue a Suiza… Hubo otras cosas en el camino… Es muy complicado desanudar todo eso y contarlo. Yo tenía veintitrés o veinticuatro años, no sabía cómo era el mundo. Había aprendido a ser inestable. Corría el año 63”.
Gerardo Chávez en París
En Francia, encarnó el estereotipo del artista latinoamericano despatriado, bohemio y seductor. “A las europeas les encantábamos. Si eras cholo, indio, no sabían de dónde venías, y si, además, tocabas la guitarra… Ya eras una herramienta de seducción terrible. Pero eso, a estas alturas, ya no conviene decirlo tanto”, confiesa y sonríe.
Pese a todo, ¿consideras que el artista es un lobo solitario?
No lo creo, la mayor parte de artistas se han quejado de la soledad. A mí me gustaría estar con ellos, porque he tenido mis momentos de terrible soledad, incluso intentos de males peores.
¿En qué época?
Justamente, en la época parisina, en 1975, cuando el éxito no se daba después de haber trabajado y luchado tanto. Un día una chica me invitó a una cena y me dijo: “Chavecito, no te olvides de traer tu guitarra”. Porque yo cantaba y alegraba fiestas. Esa frase me dio inmediatamente una respuesta: “Basta de estas cosas, de gustar a la gente, de ir a cazar chiquitas en estas fiestas. No he cruzado el Atlántico, carajo, para tocar guitarra, me gusta la música, pero no tengo esa capacidad. Yo he venido para ser artista”.
¿Fue difícil ingresar al circuito de galerías en París?
Muy difícil, y creo que hasta ahora no he ingresado al circuito pleno como me hubiera gustado. Mucha suerte se juega allí. Acabo de ver un gran amigo cubano con una exposición formidable en la Maison Latina, en París. Pero han tenido que pasar muchos años, él ya va a cumplir noventa. Se llama Joaquín Ferrer. Me da placer y, al mismo tiempo, un poco de tristeza.
En 1976, el diccionario Larousse te introduce en sus páginas y ganas reconocimiento. Esos quince años previos, ¿viviste de la pintura?
Siempre he vivido de la pintura. No te puedo decir que bien, pero me dio de comer. Y cuando comenzaba a vivir de la guitarra, dije “no”, inmediatamente. El color era la luz de mi vida. Después de esos quince años, comenzó a dar sus frutos, me vine al Perú, me conseguí una novia, me casé, me harté un poquito de Europa, porque, a pesar de que mi pintura se vendía muy bien en Bélgica, en Francia era mucho más difícil. Las angustias que representaba en mi obra no estaban relacionadas con la manera de vivir de los franceses. Me reconocían como pintor, pero no se hacían con un cuadro mío porque les daba miedo o terror.
¿Cómo describes tu pintura?
Soy un pintor de forma, más que de color. El color que veo es uno que el desierto de Chan Chan me dio, esos arenales… Cada loma, cada cerro, tiene un color diferente. Entonces, mi pintura está culminando un viaje por todos los colores posibles para llegar a una monocromía entre comillas. Porque si uno observa los desiertos, va a encontrar matices donde uno siente que el color está dentro, como una savia de la tierra.
¿Cuál ha sido la etapa más productiva de tu vida?
Hay épocas donde uno trabaja mucho, y otras donde la obra cuesta menos trabajo. Estos últimos años encontré la respuesta: trabajar menos y gozar más. Jugar. La entrega debe ser pura y transparente, pero como un juego, no como un trabajo. Todos los años de trabajar, insistir con las galerías, crecer como nombre, no son nada en comparación al juego. Después, uno dice: “¿Por qué trabajé? Debí sacar a mi niño de adentro”. Picasso fue uno de los grandes a la hora de encontrar esa especie de niñez a los noventa y tantos años.
Vas a cumplir ochenta. ¿Cómo ves el futuro?
Quiero seguir jugando. Me falta el cuadro; ese cuadro para el que nací. O encontrar un cuadro entre todo, porque todo es inconcluso. Llegué a una respuesta en Florencia, en el Museo dell’Accademia: allá hay unos grandes bloques de mármol de dos o tres metros, de donde sale un brazo extraordinario, o la mitad de un rostro, y sientes que dentro del bloque de mármol continúa el personaje… ¿Qué cosa es terminar? ¿Morirse?… ¡Ni eso!