A comienzos de la década de los sesenta, en parte por curiosidad y en parte por ocio, Truman Capote y algunos de sus cisnes –como llamaba la prensa a ‘Babe’ Paley, Marella Agnelli, Gloria Guinness y el resto de las socialités que le servían como constante compañía– decidieron organizar un almuerzo en que cada uno debía llegar acompañado de un “invitado sorpresa” interesante y ojalá famoso. En un artículo publicado en 1974, Truman confesó que no recordaba quién había sido su elegido, pero dijo que no importaba, porque quien hubiera sido no podría haber sido competencia para la mujer que llegó junto a su buena amiga ‘Slim’ Keith: Elizabeth Taylor, por entonces la estrella de cine más importante del mundo.
El escritor recuerda que su primera impresión no fue halagadora. ‘Slim’ era alta, delgada y tenía bellísimas piernas. Liz era “enana” en comparación. “Sus piernas, como las de Mrs. Onassis, eran muy cortas para su torso, y su cabeza, muy voluminosa para su figura”, explicó. Pero luego agregó que su cara era “el sueño de un prisionero, la ilusión de una secretaria; y sus ojos, irreales, inalcanzables y, al mismo tiempo, tímidos, extremadamente vulnerables y muy humanos, con la chispa de la sospecha brillando contantemente detrás de la lavanda”.
Esa no fue la primera vez que se vieron. Capote había estado junto a ella y su exmarido, “el robusto, pequeño y sexy” Mike Todd, en el campo de unos amigos en común en Connecticut. “A menudo, cuando las parejas hacen alarde de sus relaciones besándose constantemente, abrazándose y tocándose, eso hace que uno imagine que su romance debe estar en serias dificultades. Pero no era el caso con estos dos. Los recuerdo esa tarde, lanzados al sol sobre un prado de pasto y lirios, tomados de las manos y besándose mientras una camada de seis u ocho cachorros jugaba sobre sus pechos y se enredaba en sus pelos”.
Entre ambos encuentros habían pasado muchas cosas en la vida de la actriz. Las dos peores, según el escritor, habían sido la muerte de Todd en un accidente aéreo, y su matrimonio con el “cantante” –así, entre comillas– Eddie Fisher.
Durante el almuerzo conversaron mucho, y Capote reconoció en ella a una puritana, casi una calvinista, a pesar de las obscenidades que salpicaban frecuentemente su conversación. Otra cosa que lo impresionó fue lo culta que era. “No hacía esfuerzos al respecto y ciertamente no trataba de pasar por una intelectual, pero claramente tenía interés por los libros y, completamente al azar, había absorbido muchos de ellos. Los discutía con una considerable compresión del proceso literario, y eso hacía que uno se preguntara por los hombres en su vida, que, con la excepción de Mike Todd, no habían sido exactamente brillantes: Nicky Hilton, Michael Wilding, Fisher… ¿De qué hablaba con ellos esta mujer tan alerta y de mente tan rápida?”.
Truman le preguntó al respecto y Liz le contestó: “Una no siempre fríe el pescado que quiere freír, y a muchos de los hombres que verdaderamente me gustaron, verdaderamente no les gustaban las mujeres”.
De ahí, la conversación se desvió a Montgomery Clift, buen amigo de ambos y coestrella, junto con Liz, de “A Place in the Sun”; el actor había sufrido un accidente automovilístico tiempo antes. “Sucedió en mi casa. O más bien sucedió después de que dejó mi casa”, explicó la actriz. “Había bebido mucho y perdió el control de su auto. Estaba muy bien antes del accidente. Aunque, bueno, siempre bebía demasiado, pero después del accidente se hizo adicto a las pastillas y los tranquilizantes. Nadie puede vivir así para siempre. No lo he visto en más de un año. ¿Y tú?”.
Capote lo había visto unos días antes de la Navidad, cuando ambos compartieron un almuerzo en Le Pavillion. “Tomó un par de Martinis y se veía muy racional y divertido. Pero en un momento fue al baño y ahí debe haber tomado algo más, porque veinte minutos después estaba volando”.
El actor y el escritor fueron de compras a Gucci, donde Clift había reservado varios suéters. En un momento los tomó, los lanzó a la calle, mientras llovía torrencialmente, y comenzó a pisotearlos. Los vendedores de Gucci se acercaron con un papel y un lápiz a Capote y le preguntaron: “¿A qué cuenta debemos cargar los suéters?”. Capote salió a la calle y le preguntó a Clift si tenía una tarjeta de crédito. “¡Mi cara es mi tarjeta de crédito!”, contestó él.
Por Manuel Santelices
Encuentra la nota completa en COSAS 602