Empresario restaurador, cocinero, padre, aventurero. Con más de cuatro décadas de trayectoria en el mundo de los fogones, Velarde y su imprescindible restaurante La Gloria son genuinos precursores del boom gastronómico en nuestro país. Óscar Velarde se aproxima a los 70 años con la misma energía y fascinación por la vida que las de un niño y, como siempre, lejos de los estereotipos.
¿Qué es el éxito?
Un invento económico, social, cultural. Ahora se exagera con ese concepto porque es un negocio para todos los que están alrededor.
¿Te sientes exitoso?
Claro, por supuesto, pero no en lo que la gente se imagina… (risas)
¿Y el fracaso?
Exactamente lo mismo que el éxito. En ambos casos, tú te sientes como los demás te hacen sentir. Pero, si te la crees, estás fregado.
¿Has sentido lo que es el fracaso?
Sexualmente (más risas).
¿Y has buscado algún remedio? (risas)
¡Claro! (risas) Yo siempre digo: “Los dos inventos más importantes, para mí, de esta época –y que he usado– son el viagra, o sus similares, y los stents, que son la solución para las obstrucciones en el corazón”. Las dos me cambiaron la vida.
¿Qué joven cocinero actual te ha llamado la atención? ¿A quién le confiarías tu cocina?
Justo estoy en eso (risas), porque me he quedado sin cocinero. Pero, al final, he decidido volver a mis inicios y hacerme cargo yo mismo de la cocina. Porque tampoco quiero caer en las tendencias modernas de los cocineros jóvenes. Eso ya es negocio, empresa… El oficio del cocinero se ha banalizado. Ahora está de moda lo orgánico, la cocina de tu abuela… (risas) Todo es moda. Yo creo que hay que estar cerca de lo que uno es. Tu verdad. Nada de tendencias.
¿Crees que eso ha mantenido a La Gloria donde está?
La Gloria se ha mantenido, creo, por razones que yo nunca me propuse. No solo por la comida. Los mozos han heredado mi manera franca de ser. Trato de no tener relaciones superficiales ni falsas. Mis cocineros de base son los mismos desde el inicio.
¿Alguna vez te tentó la política?
No, no es que me tiente la política. Me interesa conocer la verdad de las cosas. Cuando estaba en la Agraria –estudié Pesquería–, en 1966, 1967, se vivía un ambiente muy especial. En esa época, a pesar de que yo tenía apellido latifundista –De la Piedra–, terminé siendo amigo de los miembros del Centro Federado, que eran de izquierda. Y, cuando entró Velasco, pasé a formar parte del gobierno, en el Ministerio de Pesquería. Fue entonces cuando llegaron los cubanos y, como había buenas relaciones, terminé allá, en La Habana.
¿Estuviste mucho tiempo?
Fui como funcionario. Me enseñaron de todo. Pero yo les dije: “Yo no he venido aquí a que me muestren sus obras. Yo he venido a ver qué es lo que pasa acá”. Me quedé ocho meses, como un trabajador más de la flota cubana de pesca. Me metí a la Juventud Comunista, trabajos voluntarios, hasta que decidí que no era la manera de vivir. No me desencantó, sino que me dije: “Esto no es para mí”. A los ocho meses cerré mi capítulo socialista, y cambié de rumbo.
¿Desde la cocina puedes ejercer política?
Bueno, siempre he promovido el consumo de productos subvalorados, como los pescados “plebeyos”: pintadilla, guitarra, cherlo… Ayer mismo he tenido una sesión con los chicos en La Gloria. Justo por eso quiero estar ahí. Aunque no lo creas, el Perú es el país donde resulta más difícil trabajar con pescados de ese tipo, sobre todo en el medio en el que se mueve La Gloria.
Y esa idiosincrasia, ¿a qué crees que se deba?
Es colonial… Tiene un fuerte componente racial. El desprecio por lo que comen los otros. “Ay no, eso es comida de cholos”. ¡Huevón! ¡Eso es lo más rico! Es así. La sociedad limeña –o, más bien, peruana– es así.
¿Y cómo sería tu restaurante soñado?
Cuando abrí La Gloria, yo quería hacer como un Cordano. Una barra, algo distendido. Pero caí en lo que es La Gloria porque mi primer cocinero, el que me enseñó a trabajar, Gonzalo Angosto, venía de Barcelona con toda la onda de la nueva cocina, antes de que Ferrán Adrià se hiciera famoso. ¡Y terminé abriendo un restaurante de lujo!
¿Y ahora pondrías algo así?
Ahora no pondría nada.
Por Sergio Rebaza