El matrimonio de Pippa Middleton y James Matthews, realizado el sábado 20 de mayo en la bucólica capilla de St. Marks, en Englefield, Inglaterra, fue el tema que obsesionó a la prensa británica durante los últimos meses. Desde el anillo de compromiso –un enorme diamante octagonal de los joyeros Robinson Pelham valorizado en 260 mil dólares– hasta el boot camp de pilates, cardio y relajación al que se sometió la novia de treinta y tres años pocos días antes de la ceremonia, todo fue cubierto por los medios hasta en sus más pequeños detalles.
Las expectativas eran grandes para la hermana menor de Kate Middleton. Pero desde que llegó junto a su padre Michael Middleton a bordo de un antiguo auto gris descapotable a la entrada de la capilla, luciendo un elegante vestido blanco de encaje de Giles Deacon, de setenta mil dólares, que resaltaba su atlética figura, todo el mundo supo que esta muy anticipada boda no desilusionaría a nadie.
Pippa quizás no tuvo toda la pompa y solemnidad de Kate en su matrimonio con el príncipe William, pero su enlace fue un ejemplo perfecto de la elegancia y el encanto británicos. Un cuento de hadas armado en medio de verdes colinas, con miles de flores en el paisaje; tradición alternando con modernidad en sus protocolos; nobles, aristócratas y celebridades entre los invitados; y el pequeño príncipe George, tercero en la línea de sucesión al trono, sirviendo como adorable paje.
La duquesa de Cambridge, que se preocupó de arreglar el velo de su hermana a la entrada de la iglesia, como Pippa lo hizo con ella seis años atrás, llevó puesto un vestido hecho especialmente para la ocasión por la casa Alexander McQueen, color nude y a la rodilla, tan elegante como discreto, con mangas largas y abombadas, un sencillo escote en V y sombrero al tono creado por Jane Taylor. Kate fue la perfecta dama de honor, dejando que su hermana brillara bajo las luces mientras ella se encargaba de organizar al grupo de ring bearers y flower girls que incluyó a sus dos hijos, George y Charlotte.
St. Marks, una iglesia del siglo XII ubicada a solo unos kilómetros de Bucklebury, donde Pippa, Kate y su hermano James crecieron y sus padres, Michael y Carole, todavía viven, fue el escenario ideal para esta espectacular boda de primavera. En las últimas semanas, la capilla fue cuidadosamente restaurada, sus centenarios muros repulidos de piedra y sus rejas de metal pintados en un acertado tono dorado que, Dios nos libre, no tenía nada de ostentoso o vulgar.
La recepción para los aproximadamente trescientos invitados fue ofrecida en la mansión de los Middleton, una manor house de estilo georgiano valorizada en ocho millones de dólares y listada de “grado II” en la guía de residencias históricas (“de especial interés”), convertida por una noche en un palacete de fiesta con fuegos artificiales y luces led; y también con una mesa de ping pong donde, según reveló la prensa inglesa, los príncipes William y Harry jugaron con Roger Federer, otro de los invitados; un lugar en el que los asistentes pudieron disfrutar botellas de champán de una exclusiva viña de Sussex y un banquete que incluyó 60 mil dólares en caviar donado, según el “Daily Mail”, por un multimillonario ruso amigo de la pareja. El menú de tres platos fue preparado por un equipo de treinta chefs, y la torta nupcial estuvo a cargo de la célebre pastry chef Fiona Cairns, quien también tuvo esa responsabilidad en el matrimonio de William y Kate.
Después de la cena, los invitados bailaron al ritmo de una de las bandas de jazz y swing favoritas de Matthews. La novia del príncipe Harry, Meghan Markle, también estuvo invitada, pero no asistió a la ceremonia en cumplimiento de la norma que reza “sin anillo no hay invitación”, y que rige tácitamente en el protocolo monárquico británico.
Por Manuel Santelices
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