Dos años después de aquel viaje, yo no pertenecía más al grupo vocal, pero todavía estudiaba en la facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Lima. Nadine también, pero no nos veíamos. Quizá ella sí me vio, tirado en una banca de uno de los pasillos del edificio de la facultad, durmiendo la resaca luego de haber saltado y escupido a la gente desde el escenario la noche anterior. Yo tocaba la guitarra y cantaba en una desquiciada banda de rock llamada «El Ghetto», mientras ella lavaba banderas frente a Palacio de Gobierno en protesta contra la dictadura de Fujimori.

Chani Mejía, una buena amiga y compañera de estudios de Nadine, dijo lo siguiente en su blog, Muchachitas del ayer: «De nuestro grupo, fue la única que participó en las protestas contra Fujimori. Incluso se ganó una visita a la oficina de la Rectora. Pero ella, firme en sus convicciones, siguió participando en las movilizaciones. Probablemente es solo un detalle, pero en la Universidad de Lima de aquel entonces, llevar un morral andino era solo para atrevidas. Siempre la recuerdo orgullosa de su origen Ayacuchano y comentándonos de lo comprometido que estaba su papá en apoyar el desarrollo de su pueblo. Ella compartía ese compromiso y ese cariño. Nadine siempre resaltó en la universidad, frente a los compañeros, con los profesores, en la música, en sus notas. Tenía un carisma y una energía que no había visto antes. Definitivamente presentía que iba a jugar un papel importante en la historia. Yo soy una mejor persona gracias a ella».

Respecto a la pinta de Nadine en la universidad, Chani escribió lo siguiente: «Era una chica de amplia sonrisa y pelo alborotado, que parecía tener poco respeto por los códigos de vestir. Se ponía, literalmente, lo primero que encontraba: podía ser una blusa de su mamá o un polo del colegio. Los jeans los llevaba pintados o rotos y parecía importarle un bledo que la miraran raro las chicas bien vestidas de la de Lima».

Carlos Llaque, con quien formó su primer grupo de música, un cuarteto folclórico llamado «Tampu», que tocaba temas de Illapu y de Los Kjarkas, dijo esto: «Es una de las amigas más simpáticas, alegres y entrañables que cultivé en épocas universitarias». Para Carlos Mario Loayza, otro gran amigo de aquellas épocas, la prioridad de Nadine era estudiar, aprovechar al máximo el esfuerzo que sus padres ponían para estar en la universidad y después, obviamente, la música.

A mí me diría que sus fantasías musicales no tenían que ver con imaginarse Cindy Lauper o Madonna cantando en un estadio lleno de gente, sino más bien con cantar Música Latinoamericana, Nueva Trova, «música que es poesía, que te llena el alma de verdad, ¿entiendes?». ¿Música que te haga llorar? «No, lloro poco, en general. Y normalmente no lloro con canciones», me diría. «Salvo que sea una canción que me haga acordar a mi papá».

Cabe mencionar que Nadine estudió Comunicación para el Desarrollo, Organizacional, Marketing y Publicidad y más adelante, al terminar la carrera, se dedicó a la investigación entorno a las redes sociales, de la mano de los sociólogos Javier Diaz Albertini, Javier Protzel y del filósofo Juan Abugattas.

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Debates literarios en la universidad San Marcos o en la Católica era lo que ella preferiría, años más tarde: «No me gustaban las fiestas», me diría en Palacio de Gobierno. «Nunca me gustó estar de discoteca en discoteca o de playa en playa». En épocas universitarias, era de grupos pequeños. La joven Heredia estudiaba en la Universidad de Lima pero su círculo de amigos era mucho más amplio. Nadine era de las personas avispadas. Siempre destacaba en los cursos no solo por sus buenas notas sino por su mirada chispeante, y por esa sonrisa imbatible, capaz de conquistar a una clase entera.

«Siempre tuve facilidad de adaptarme a todo tipo de situaciones. Eso de que la de Lima es una universidad pituca, yo nunca lo sentí. Siempre trato de ver las cosas buenas de las personas, más allá de su condición, más allá de su pinta».

Lo que yo recuerdo de Nadine en tiempos de universidades que era una chica que se mantenía a salvo. Como alguien que camina atravesando un río, manteniendo una vela encendida. La recuerdo riendo en El valle de la Luna.

Ahora estamos en la Residencia de Palacio de Gobierno viendo las fotos de aquellas épocas que le he llevado. Ríe conmigo, y su voz resuena fuerte, aguda, en este salón señorial, dorado, pasando las páginas del álbum de 1994. Mira detenidamente las fotos, como si temiese que algo terrible surgiese de ellas; como si fuesen las fotos de una fiesta en la que uno se emborracha y de la que no recuerda nada. Viéndolas, intentaba reconstruir lo que ahí sucedió, con el ceño algo fruncido: «Estas fotos me sirven mucho porque no recuerdo con facilidad las cosas. Fíjate que yo creo que tengo Alzheimer; en serio, no recuerdo mucho las cosas».

Es domingo seis de abril del dos mil catorce. Son las once de la mañana.

–Nadine, no quiero hacerte perder más tiempo –digo, y cojo las dos grabadoras que están en la mesita afrancesada que nos separa, para verificar si todo anda bien–. Esta grabadora avanza. Esta también… ¡El Perú avanza!

–«El Perú avanza» es de Alan, ¿qué te pasa? –dice La Primera Dama, ahora seria, como una chiquilla a la que han dejado plantada.

–¿Cómo?

–«El Perú avanza» es de Alan, no friegues.

–Qué tal metida de pata…–me sonrojo–. Mira cómo empezamos la entrevista, qué te parece…

–Malazo… –yo río para ponerle paños fríos al incidente, pero ella permanece inmutable, como yo si hubiese llegado tardísimo al restaurante.

–¿Sonríes menos que antes?

–Sí. Sonrío menos que antes porque ahorita tengo un peso muy grande. Pero sonrío, igual, con la misma magnitud, cuando estoy con los amigos.

–Tu sonrisa es lo que más recuerdo de la universidad. Tu sonrisa cálida…

–Pero cuando estoy con los patas sonrío igual, ¿ah? Claro, tú me conoces de otro contexto. Incluso así, todo el mundo habla de mi sonrisa… ¡O sea que aun debo sonreír!

–¿Te costó mucho madurar? –inmediatamente se le borra la sonrisa del rostro, como si fuese un mimo.

–Creo que a ti más, ¿no? –dice, levantando una ceja, mirándome por encima del hombro, subrayando su posición de Primera Dama.

–A mí, sí, muchísimo.

–¿Sí?

–Sí… En otra ocasión te lo contaré, si me aceptas un café.

–Es que, no sé… Define madurar –dice bajando la mirada, riendo en secreto. Luego sigue con un nuevo impulso–. Se va consiguiendo de a poquitos. No sé cuál es la definición concreta y certera de madurez. No sé si al día de hoy soy una persona maduuura, tampoco –y hace un entre comillas con las manos–. Pero creo que soy sensata, disciplinada, y a la vez juguetona. Soy, hasta cierto grado, «alpinchista», pero tengo las cosas claras en relación al objetivo de apoyar al Presidente.

–Estudiaste en Francia, en la Sorbona, ¿no?

–Cuando nos casamos, nos mandaron a Francia y luego a Corea. Después hicimos el Partido y luego siguió toda la vorágine –dice como si quisiese subrayar que no se puede hacer nada al respecto–. Estudié en París un tiempo para hacer mi doctorado que aún no… Lo que pasa es que tengo que hacer trámites, y todavía no lo saco.

–¿Qué fue lo que te deslumbró de Ollanta?

–¿Deslumbrar? ¡Ya pues, no exageres! ¿Por qué tiene que deslumbrarme algo?

–¿Por qué es tu verdadero amor, no?

–Sí, pues, pero, ¿por qué deslumbrar? –Y ahora sus cejas forman un tejado, como diciendo no molestes, y sus dientes lanzan un breve destello.