–Un jugo de naranja y un triple, por favor.

Roxana Altuna estaba de buen ánimo esa mañana y había decidido zamparse un desayuno durante la reunión, segura de que todo saldría bien. Probablemente, la conversación que había tenido conmigo, dos días antes, la hacía suponer aquello. Le había dicho, amable, concertador, que seguramente encontraríamos una solución que nos beneficiaría a todos. Anteayer, Roxana se había comportado con la determinación y ansiedad de los que se juegan la vida, pero hoy estaba sonriente, consciente, además, de que debía estarlo si quería que las negociaciones prosperaran. Era lunes por la mañana. Así arrancó la semana en los días previos a la publicación de la entrevista.

Roxana llegó con una hora y media de retraso, acompañada de Coco Salazar, asistente de prensa de Nadine, como ella, y a quien yo conocía por primera vez. En teoría la reunión sería entre ella y yo. Pero, momentos antes, por teléfono, me había anunciado que también vendría Coco. Por un momento, al tenerlos frente a mí, sentados a la mesa redonda del jardín de la Revista Cosas, creí estar frente a dos detectives estrafalarios de alguna película de Almodóvar. Ella, mostrando todos sus dientes con una sonrisa estridente; él, con la parsimonia del que se cree ganador.

Dos días antes, el sábado diecinueve de abril, a las seis y siete de la tarde, había recibido un mail de Roxana que decía lo siguiente: «Gabriel… Estoy tratando de comunicarme contigo pero no entra la llamada. Es urgente… Esta nota NO es la que inicialmente solicitaste y propusiste. Llámame, urgente». Nadine también me había escrito un mail: «Roxana te está tratando de ubicar. Es súper urgente. ¿A qué teléfono te puede llamar? Leí la nota. Por eso tienen que hablar». Luego, por el WhatsApp, Roxana me escribió: «Gabriel, te estoy escribiendo por todos los medios. Es urgente hablar contigo. Estoy preocupada pues lo que has enviado no se ajusta a la propuesta enviada por ti, por la cual se aceptó tener una “conversación” como parte de la crónica que habías planteado. Solo necesito que me digas que aún no has enviado el material ha imprenta. Espero tu llamada».

El viernes dieciocho de abril, yo le había mandado a Roxana Altuna la nota que acababa de terminar. La primera versión. Había exprimido mi cerebro y estrujado mi corazón para que quedase lo mejor posible, y estaba satisfecho con el resultado. Aunque, en realidad, también estaba preparado para algo así: sabía que Nadine se moría de ganas de dejarme en claro, en la entrevista en Palacio, cuál era su posición actual; se moría de ganas de dejar en claro quién hacía y deshacía en el Gobierno. Si bien ya había puesto en evidencia su excesivo deseo de reconocimiento en el tiempo que llevaba cumpliendo el rol de Primera Dama, algo que fue registrado por la prensa nacional, ese día hubo algo más que gatilló sus ganas de querer contarlo todo. Y yo, por supuesto, la había dejado hablar.

El caso es que aquel lunes veintiuno de abril, en el jardín de la revista, la conversación con Roxana y Coco se había entrampado. Yo había aceptado bajarle el tono a algunas –pocas– declaraciones de Nadine, aunque sin cambiarles el sentido. Hubo algunos cambios de palabras; hubo pequeñas partes que acepté eliminar, como la que habla de sus primeros bailes o en la que cuestiona que debería «deslumbrarle» algo de Ollanta (no le gustaba esa palabra). Y por supuesto, no había incluido las declaraciones off the record, como la que hacía referencia a temas religiosos.

Cuando le mandé la primera versión de la nota a Altuna, le subrayé, en el mail, que las precisiones serían bienvenidas. Precisiones, no censuras. No iba a permitir que mutilen mi texto. El entrampamiento surgió porque querían eliminar algunas partes donde Nadine hablaba de política, y yo no cedí. Al final, me dijeron que al menos quitase la parte relacionada al ex Primer Ministro Villanueva. 

Eso se llama censura –dije, ante la mirada atónita de Roxana y Coco. Decidí dejarlos un momento a solas para que reflexionen sobre aquello–. ¿Me disculpan? Debo ir al baño.

Mientras me levantaba de la mesa, llegó el empleado que traía una bandeja con el triple y el jugo de naranja para Roxana.

–Ya no deseo el triple, señor, gracias –dijo Altuna, secamente, arrugando la nariz y haciendo un puchero, como si hubiese tragado cianuro.

Cuando regresé del baño, donde había aprovechado para aplicar lo que me habían enseñado en mi curso de meditación, Coco, con una media sonrisa que le cuarteaba el rostro, estiró el brazo, como si fuese un vendedor de smartphones.

–Te quieren hablar –dijo.

Cogí el teléfono, no sin antes echarle un vistazo a su plato vacío, donde antes había sanguchitos. Coco sí estaba con hambre, pensé.

–¿Hola?

–Hola, Gabriel. Soy Nadine…

Era la primera llamada que recibía de la mujer más poderosa del país, luego de la entrevista que le hiciera en Palacio.

–Lamento mucho que haya habido este teléfono malogrado en relación al perfil que propuse hacerte–dije–. Para mí, «una conversación para alimentar el perfil» es una entrevista. Y eso se lo dejé claro a Roxana en una conversación por teléfono.

–Sí, lamentablemente, nos comprendimos mal. Ahora solo te pido que tengas la suficiente empatía conmigo para retrabajar ese perfil y minimizar los riesgos. Te lo voy a agradecer bastante.

Mis manos, que ahora sudaban, mojaban el impecable smartphone de Coco, mientras escuchaba hablar a Nadine. En un segundo plano, los cuchicheos de Roxana y Coco taladraban mi oído libre: «Ya nos quedamos sin trabajo; nos van a despedir, fijo», decía Altuna, entre risas nerviosas que luego se transformarían en grititos de terror pues una rata, de tamaño considerable, había hecho su aparición y se paseaba por el jardín, feliz, aprovechando los últimos rayos de sol del verano.

Por instinto, trepé los pies a la silla donde estaba sentado, como si fuese el Gollum del Señor de los Anillos, quedando en posición fetal.

La conversación con Nadine recién empezaba.

***

La oscuridad se rasgaba con un arpegio y por las aberturas se colaba la niña. Las cuerdas emitían un sonido cristalino que viajaba de la mano con su voz de soprano infantil. Un sonido dulce, cálido como el tiempo que vivía, fulgurante, a pesar de la oscuridad. Porque a oscuras la música se siente mejor, ¿verdad? «Es verdad, mucho mejor», dice Nadine. Su hermano, Ángel, subía y bajaba por el diapasón de la guitarra y ahí, en la sala de aquella casa de Surco, en la calle Fernando Castrat, este ritual entre los dos jóvenes miembros de la familia Heredia era un anticipo de lo que pronto sucedería:

–Nos preparábamos para cantarle a papá.

Su padre, Ángel, era ayacuchano y el mejor regalo que le podían hacer eran las fiestas. Toda su familia, como él, había migrado a Lima desde Ayacucho, y esta junto a su esposa, Mamá Flor, organizaba todo. En los cumpleaños de Ángel sonaba el arpa, la zampoña, el charango, el cajón y, por supuesto, la guitarra que, como su hijo, también dominaba. Solo que el padre lo hacía con maestría, con su guitarra Falcón, desafinando las cuerdas a propósito para conseguir el sonido de la música ayacuchana.

Ahí, en estas fiestas, la niña y su hermano tenían su momento, cuando los huaynos cesaban y solo se escuchaba el destape de alguna cerveza. Entonces cantaban una canción de la Nueva Trova o de un intérprete de Música Latinoamericana. Los aplausos la sacaban del trance en el que la música la había inmerso, y enseguida demostraba que no solo sabía cantar sino también bailar. En ese momento, sus hermanos, Ilan y Ángel, salían corriendo, pero ella, («¡me encanta bailar!»), invitaba a sus tíos a bailar huaynos («¡Yo era la que los sacaba! Era inimputable, pues»), superando la molestia de estar vestida de gala:

–Me reventaba vestirme de nena. A mí me gusta estar así, en pantalón. Ahora me pongo vestidos porque en fin…

Qué bien la pasaba en esas fiestas Ayacuchanas. ¿Ayacuchanas? Bueno, por llamarlas de alguna manera, aunque también se podían identificar pinceladas cajamarquinas en el lienzo de la celebración. Mamá Flor era de Cajamarca y nuestra Primera Dama recuerda, riendo como una niña, con sobresaltos de felicidad, las discusiones en broma entre sus padres por aclarar qué queso era mejor, ¿el de Ayacucho o el de Cajamarca? Entonces Papá Ángel arrancaba con una canción cajamarquina para que Mamá Flor no se ofenda; y Mamá Flor terminaba cantando a voz en cuello.

Papá Ángel y Mamá Flor nunca hicieron mayores rituales para hacer dormir sus hijos. «Quizá nos contaban un cuento, no recuerdo, bien, ¡¿no te he dicho que tengo Alzheimer?!» Pero su memoria se activa cuando piensa en la época en que dormía con sus hermanos en un mismo cuarto; cada uno en su cama pero en un mismo cuarto. Entonces Mamá Flor llegaba con tres tazas de Milo caliente (porque les encantaba la leche con Milo). En ocasiones los tres hermanos bajaban al primer piso para disfrutar de un buen Mojache, que no es otra cosa que leche con pan duro.

–¡Es que si no era con pan duro no era Mojache! Rompías el pan y lo metías a la leche para que se ponga blandito –explica Nadine.

–¿Mojache?, ¿de dónde es esa palabra?, ¿de Ayacucho o de Cajamarca?

–No sé, de la sierra será –dice Nadine, como si le molestara la pregunta o no hubiese querido contar lo anterior–. Mi mamá le decía Mojache.

Pronto dejó de ser niña y empezaron las fiestas preadolescentes, esas de «hombres para acá y mujeres para allá».

–¡Odiaba esa vaina!

–¿Y qué hacías al respecto?

–¡Yo sacaba a bailar! Y los amigos de los chicos que sacaba se reían y decían «oooeee, oooeee», y mis amigas, «¿pero cómo vas a hacer esto?», y yo, «¿o sea, no los puedo sacar a bailar?, ¿cuál es el problema?».

Pero cuando las luces se apagaban, las manos se volvían sudorosas y empezaban las risas nerviosas. Para todos era así menos para ella.

–¿Alguna vez un chico que te gustaba te invitó a bailar un lento y eso hizo que el corazón se te salga del pecho?

–Nop… No me gustaban los bailes lentos, muy invasivos, demasiado acercamiento, ¡en los bailes lentos no bailas!

Además, el colegio donde estudiaba, María de las Mercedes, era de mujeres, y los chicos que veía en estas fiestas eran del colegio Inmaculada, donde estudiaban sus hermanos, y eran sus patas.

–Los chicos eran mis patas, así que nadie se atrevía a sacarme en un lento ¡Ni se acercaban! Yo he sido mucho de marcar mi cancha.

–¿Cómo fue tu primer beso? –me animo a preguntar.

–¡No te voy a responder a eso, pues! Pasemos a otro tema; ¡eso ya es morbo! Imagínate, «ay, sí, la Primera Dama tuvo su primer beso a los tantos años» –dice Nadine, poniendo voz de tonta, mirándome con la boca abierta–. Sí, sí, qué bonito… Gargurevich, por favor, ponte serio, ¿ya?

–¿Te rompieron el corazón cuando eras chica o fuiste tú la que rompía corazones?

–¡Y dale con lo romántico! Esas cosas privadas no se preguntan.

Y una breve risa se le escapa.